El norte del sur
El rastreador
El trabajo, la misión, exigen perseverancia: hay que aislar a un sujeto y trazar una línea entre él y el resto del mundo
Tiene una misión. A ella ha consagrado su vida desde hace semanas. No piensa en otra cosa, gasta la energía estrictamente imprescindible en otras tareas cotidianas que no sean las que le han encomendado, o las que se ha echado encima por pura vocación solidaria y cooperadora, y también por una cuestión de responsabilidad profesional. Vive en sociedad, se dice, y no puede ser ajeno a la tragedia que le rodea y que conmociona a la comunidad. Nunca los ha conocido pero se sabe ya de memoria cada detalle de sus vidas: todos los que ellos les han contado, todos los que ha podido averiguar a través de las aplicaciones informáticas recién estrenadas o de las conversaciones con familiares y amigos. Dónde estuvo, con quién habló, por cuánto tiempo y a qué distancia, si usaba mascarilla, si tenía amigos en la zona, si era afable y por lo tanto trababa conversación con cualquiera, o si por el contrario se trata de una persona retraída, en cuyo caso el dato de que se topase con éste o con aquél en una cafetería o en un paso de peatones carece de relevancia para el asunto que le ocupa.
Madruga mucho desde que se enroló en el pelotón que trata de plantarle cara al infortunio y de darle la vuelta al destino para buscar la esperanza donde solo hay desolación. Por el momento. Se toma el desayuno en casa antes de incorporarse a su puesto en el sitio que ese día esté indicado, ojea con una cierta ansiedad las ediciones digitales de los periódicos en busca de una información que le dé oxígeno a la causa que comparte con cientos de iguales, mas apenas suele encontrar motivos que justifiquen su esfuerzo y el de sus compañeros. A menudo se siente como un detective que intenta atar cabos en el vacío de las dudas y de la falta de certezas. Lo ha visto en las películas, lo ha leído en las novelas: cualquier indicio, por inútil e insignificante que parezca, puede resultar vital y por lo tanto quién sabe si no servirá para salvar una vida. Coteja mapas, repasa las notas que ha tomado en su libreta en las decenas de entrevistas que ha realizado y ordenas las ideas de acuerdo a los protocolos de emergencia.
Sigue un rastro y no se da por vencido. La orden que se ha autoimpuesto es discriminar los elementos de juicio o los testimonios intrascendentes de los que tienen visos de llegar a ser concluyentes. El trabajo exige perseverancia y minuciosidad: hay que aislar a un sujeto, simular sus movimientos y sus costumbres, empeñarse en conocerlo como si fuera su tío o su abuelo, diferenciarlo del resto, ponerse en su piel, meterse en su cabeza, confundirse con él, ser capaz de trazar una línea entre él y el resto del mundo que actúe de cortafuegos de la incertidumbre. Y todo para que la desgracia no vaya a más, para acortar el tiempo de la angustia, para convencerse de que la razón es capaz de imponerse sobre las cosas que no tienen explicación. Busca a un hombre al que se lo tragó la tierra hace dos semanas: su nombre es José Morilla .
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