El Norte del Sur
Uno o dos de 323
DEBE de tener una edad parecida de la de mi madre, unos setenta años, y no pocas mañanas y noches de los últimos cinco o seis meses he tratado de saludarla, de preguntarle si necesitaba unas monedas, algo de fruta, un plato de comida caliente. Me esquiva la mirada cuando lo intento: la mujer se da cuenta de que amago con pararme delante de ella y me rechaza, alguna vez hasta me ha hecho un gesto de desaire para decirme, u ordenarme mejor dicho, que siga el camino de mis ocupaciones o de mis ocios. Ha hecho su casa de un chaflán de los soportales de la avenida de las Ollerías .
Al principio eran unos cartones, luego unas mantas con las que abrigarse en la madrugada, pero aquello es ya una parcelita: tiene un tendedero, varios cubos de aguas con los que asea y con los que lava la ropa, cajas del supermercado de enfrente con mudas de repuesto, otras con revistas y con libros que lee allí, en su sitio, de vez en vez. La he escuchado, como todo el vecindario, hablar consigo misma, discutir con los fantasmas de su vida pasada con vehemencia, contarse historias de bodas a las que no la invitaron, del trabajo que no consiguió.
El otro día murió Lolo, el ‘sintecho’ de Las Tendillas . «La plaza es mía», decía el hombre del cartel con faltas de ortografía con el que pedía la voluntad de sol a sol en la esquina con Gondomar, como el mendigo de ‘Cinema Paradiso’.
Prolibertas cumple ahora veinte años. Eduardo García , ese tipo tan admirable y que demuestra con su ejemplo cada día que hay gente que es capaz de dedicar su vida a causas nobles y tal vez perdidas, recordó el jueves en un ‘webinar’ que en Córdoba había según el último cómputo 324 personas que vivían al raso, y que cada vez son más las que lo hacen en un coche o un trastero.
Suman entonces 323 desde que se fue para siempre ‘El Gorrión’, el vagabundo fallecido de Cabra al que sus amigos han homenajeado con un altarcito en la farola de la administración de El Gato Negro.
Ayer fui a comprar el periódico y el pan al súper de urgencia de El Tablero . Un hombre me paró en la puerta. «Hermano: cuando salgas a ver si me puedes traer alguna cosita buena para que los chiquillos se lo lleven a la boca, que estamos en la calle», me suplicó. A la vuelta le di magdalenas y yogures de frutas del bosque. «Gracias, socio, eres un máquina», se despidió.