El Norte del Sur
Estela
La están esperando sus hijos y sus nietos allí en la frontera del sitio en el que caen las bombas y avanzan los tanques y combaten los soldados
Estela, llamémosle Estela, ayuda a un taxista a meter en el monovolumen espacioso las bolsas de plástico de cuadros y rayas que la gente que no tiene mucho dinero usa como maletas, y en ellas, que atestan los asientos y hasta los rebosan por las ventanillas entreabiertas en momento cercano a la madrugada, Estela lleva todo lo que tiene, que es muy poco y abulta mucho, así que la mujer que ha aprendido a duras penas a hablar el idioma del lugar en el que vive a fuerza de la costumbre, del buen oído y de la paciencia le da las gracias al conductor y le pide con una sonrisa delicada que venga, o que vuelva por favor a buscarla a una hora exacta de la mañana siguiente porque ella tiene que estar en el aeropuerto de la ciudad vecina antes del mediodía, y le insiste en que sea puntual, que la están esperando sus hijos y sus nietos allí en la frontera del sitio en el que caen las bombas y avanzan los tanques y combaten los soldados y salen los trenes asustados con niños con peluches entre los brazos y abuelas con recipientes con comida tibia y termos de te y sopa y mantas enrolladas en las mochilas con ruedas, y entonces el taxista asiente y tranquiliza a Estela con una caricia fugaz en la hombrera de su abrigo recio y ella se atusa la melena, coqueta, le hace un gesto al hombre y entra en el portal del piso que ha sido su hogar en los últimos cuatro años y el de siempre de un anciano ya viudo para el que es sus pies, sus manos y hasta sus ojos y que se ve de repente desvalido y solo por la ausencia inminente de su sombra a cuenta de una guerra que no entiende y que tratan de explicar cuatro expertos que debaten en el televisor justo cuando oye el ruido de las llaves de Estela en la cerradura de la entrada y sabe que ya está cerca la hora de la despedida, aunque es verdad que ella encuentra el tiempo suficiente para aliviar la tristeza del adiós con la demora del último servicio en la última noche: un vaso de leche con un par de magdalenas que sigue allí, en la mesa del comedor del piso cercano a la iglesia de San Cayetano cuando ya hace que ha amanecido y a ella, a Estela, se le escapan una lágrima o dos o tres cuando va camino de la terminal de salidas internacionales de Málaga en busca del vuelo que la va a llevar a Georgia , el lugar del que partió o del que huyó para ganarse la vida y adonde ahora regresa para estar entre los suyos en esta hora incierta y terrible.