Luis Miranda - Verso suelto
El primer poder
Castillejo se asomaba a la escena con la rotundidad de un peso pesado y la presencia del actor que sólo puede ser protagonista
Nunca fue sugerencia en la sombra ni influencia sutil, no le encajaba el molde de un poder fáctico que trabaja en los reservados para conseguir lo que quiere. Si fue poder, fue el primero; si recogió dinero de la gente, aunque fuera de forma voluntaria en las imposiciones a plazo fijo y en las hipotecas, se hizo más presente que todas las Administraciones y lo repartió presumiendo de ello; si tenía que cargar con la cruz, aunque al final se la quitasen once años antes de lo que él hubiera querido, tenía que ser la más pesada y a la vez la más llevadera. Se asomaba a la escena pública con la rotundidad de un peso pesado y la presencia del actor que no acepta otro papel que el del protagonista y para hacerse querer por los suyos y temer por los demás no conocía ni los términos medios ni las timideces. Si pudo representar la función fue porque los segundos y sobre todo los primeros, que fueron mucho más abundantes, le colaboraron entusiastas.
Si en la hora final de cada hombre, y eso lo enseñaba Valdés Leal con precisión tétrica, hay una balanza, la de Miguel Castillejo la decantará el Altísimo (no los que aquí quedamos) quizá por unos cuantos microgramos: tomó un Monte de Piedad que era poco más que una caja de los pobres y lo convirtió en una de las entidades más fuertes de Andalucía, con presencia en todas las provincias y calado en todas las capas de la sociedad, pero se ahogó en el mismo mar que el resto de un país que se pensaba rico. La Obra Social y Cultural llegó a rincones donde su dinero era necesario y hacía bien, la cultura le podía poner con justicia el título de mecenas, las cofradías crecieron bajo una ayuda que fue siempre más de impulso que de dirigismo protector, pero en el personalismo de su trabajo estaba la trampa de hacer pensar que era el presidente quien daba y no quienes dejaban su dinero en Cajasur para que después se repartiese en fines que de todas formas venían dispuestos por la ley. Puso en su labor genio, intuición y una cabeza brillante, pero en algún momento pensó que sólo iba a ser capaz de crecer si todos los que estaban alrededor le daban la razón sin pensar.
Con Miguel Castillejo se entierra hoy en lo formal una época que en realidad se cerró en falso hace casi once años, pero que todavía servirá para hacer retratos de quienes decían no estar, para mirar con el paso del tiempo quién admite con naturalidad lo que hacía en aquellos tiempos y quién anda ahora quemando fotografías y diciendo que en realidad la sonrisa que tenía era irónica y de oposición. Para defenderse de la andanada de Magdalena Álvarez se llevó a todo un ejército popular y agradecido que llenó las calles una noche de otoño de 1999, pero aunque en la guardia pretoriana estuvieran los taxis y las peñas, las asociaciones benéficas y alguna institución cultural, todo el mundo recuerda los silencios quietos de quienes ahora se ponen dignos y agitan el espantajo comecuras, las sillas consistoriales que permanecían calladas como si supieran que su poder era temporal y temieran que el de aquel sacerdote fuera eterno. Al final, después de tanta batalla y tanto control social perdió en los despachos la cruz que habría querido llevar hasta ayer mismo y pasó sus últimos años sin aclamaciones, pero también apoyando sus causas. Mucho menos leve que la tierra y que la losa de mármol será el juicio de los que nunca le alzaron la voz en vida o de quienes se olvidaron de que ellos eran los que más aplaudían.