Perdonen las molestias
La peste
Los andaluces no hablamos mal. Hablamos andaluz. Que no es lo mismo
DECÍA Gonzalo Torrente Ballester que el mejor castellano se habla en Andalucía. Lo sostenía también Manuel Machad o . Pero el poeta y dramaturgo modernista es sevillano y su querencia por el dialecto del sur se le presupone. Torrente Ballester, en cambio, era gallego. Y decía más. Decía que la riqueza léxica y sintáctica de los andaluces es extraordinaria. Cuando viajaba a Andalucía , pegaba la oreja para pescar las perlas fonéticas y los corales idiomáticos que abundaban en tabernas y jardines. «El suyo», afirmó en 1985 en relación a nosotros, «es el arte de burlarse de la gramática para que la frase sea más expresiva».
En efecto. Si un andaluz no se burla de las reglas y de las gramáticas no es un andaluz. Es un subcontratado . Que no es exactamente lo mismo. Y la suya es una burla creativa, clarividente, en cuyo altar sacrifica todo lo sacrificable en beneficio de la expresividad y la belleza. «El andaluz es la avanzadilla del español del futuro», ha proclamado mucho después Pedro Carbonero , catedrático de Lengua Española. Es el más vanguardista de los dialectos del castellano. El modelo más innovador.
El andaluz no es un vulgarismo, nos avisó el profesor Antonio Rodríguez Almodóvar , quien además nos previno de la presunción de superioridad lingüística del castellano. De ese sujeto hablante que se arroga la autoridad idiomática y reparte lecciones de dicción, morfosintaxis y el sursum corda. Sobre el andaluz se han vertido toneladas de clichés. Ha sido falazmente encapsulado en una suerte de lengua envilecida , de jerga degradada, de malformación del cuerpo sano que es el caste llano.
Hasta el punto de que los andaluces, muchos andaluces , han asumido el prejuicio mendaz que nos llueve persistente. De tal forma que impostamos nuestro acento en según qué contextos rendidos ante el presunto prestigio del habla del norte. Por ejemplo, en radios y televisiones.
La penúltima tiranía de los inquisidores del castellano se ha intentado cobrar una víctima con «La Peste» , una macro producción andaluza, dirigida por un andaluz, interpretada por andaluces y recreada históricamente en el corazón de Andalucía . La serie, de seis capítulos y presupuesto millonario, tiene una factura cinematográfica soberbia, una belleza plástica indiscutible, una ambientación innovadora y una trama convincente.
Una historia que se desarrolla en la Sevilla del siglo XVI y que da vida a andaluces debe razonablemente sonar a andaluz. Salvo que los autócratas del castellano digan lo contrario. Como así ha sido. Un nuevo aluvión de pedradas y prejuicios rancios contra el habla andaluza han colapsado las redes sociales y, lo que es peor, algunas insignes columnas. Seguramente porque esperaban que el presidente del Cabildo municipal de Sevilla hablara un perfecto vallisoletano .
Muchos han salido a cuerpo descubierto a desnudar su ignorancia. La de siempre. La que escupe, una y otra vez, que los andaluces hablamos mal porque nos merendamos la ese y alargamos la vocal a final de palabra. Y no. L os andaluces no hablamos mal. Hablamos andaluz . Que no es exactamente lo mismo. Otros, los más vergonzantes, escudan su insolencia en la presunta deficiente vocalización de los actores. Por favor. Por el amor de Chiquito .
En medio de la Sevilla de finales del XVI , se suceden una serie de enigmáticos asesinatos sobre una mortífera epidemia de peste como telón de fondo. La superstición y el dogma religioso se aferran a una concepción irracional del mundo incapaz de hacer frente al desastre de la enfermedad. Solo el médico Nicolás Monardes anticipa la ciencia y la luz. «La peste es la ignorancia», asegura. Pues eso.