Luis Miranda - VERSO SUELTO

Pedir y tirar

Los 500 euros en comida que cada cordobés desperdicia al año vienen de la misma matriz que la generosidad con los mendigos

Desechos en cubas de basura ARCHIVO

El martes por la noche, ya en esas horas solitarias que sólo los que tenemos perro conocemos, encontré en la calle un paquete de galletas a medias. Quien lo tuviera se había saciado un rato con esas galletas con sospecha de poco sanas que imitan a las americanas, y había dejado en la acera el envoltorio y lo que no se iba a comer. Tampoco iba a hacer una investigación criminal para ver averiguar el autor, pero por pura lógica o por prejuicios, quién sabe, pensé en las mendigas que se ponen a muy pocos metros, delante del supermercado, a pedir comida, dinero o hasta cigarrillos a quienes pasan por la calle o salen de la compra. Muchas veces las he visto tirar pañales usados, cajas vacías y pieles con plátanos también a medio masticar.

El hallazgo me hizo preguntarme otra vez qué lleva a personas que se supone trabajadoras y ahorradoras, que no pasan apuros (o sí) pero tampoco se encienden los puros con billetes de 100 euros, no sólo a entregar comida y monedas, sino también a dejarse camelar con toda la barba por historias de desgracias y desvalimientos que a quienes las cuentan les hacen subir la cotización en su diario afán de poner la mano. Dios sabe que no digo que no haya que ayudarles, pero a veces pienso que soy el único que sabe que regalarles pan y dinero todos los días no es una forma de sacarlas de la pobreza, sino de enseñarles que se puede sobrevivir sin dar ni golpe aunque sea en un campamento o hacinados en un piso.

Unas pocas horas después la providencia me ayudaba a completar la reflexión con una noticia: cada cordobés tira al año 500 euros en comida, entre la que se compra de más porque estaba bien presentada en la tienda, la que se ha olvidado después de comprarla y aquella que se echa a perder. Y pensé que esta pésima economía que se deja el dinero en aquello que no se aprovecha y desperdicia alimentos en un mundo que en absoluto puede abastecer a todos sus habitantes quizá venga de la misma matriz que la escena de las mendigas dejando en el suelo sin escuchar a la conciencia lo que no les cabe en ese momento en el estómago.

Para terminar de hilarlo bien habría que acordarse de las cifras del paro, tan escandalosas en frío como infladas en una realidad que ha sido terrible pero no catastrófica, y pensar en que después de todo a lo mejor no hay tanta diferencia entre quien pide a la puerta del supermercado y aquel que tampoco se ha sudado una buena parte de los ingresos, que trapichea gracias a alguna herencia en el momento oportuno, que se pone detrás de unas gafas de sol para sellar el paro que le redondea las cuentas o que se vio libre de una hipoteca excesiva gracias al dinero que le quedó en metálico de haber vendido una uvepeó en el momento en que la gráfica de los precios estaba por el ático.

El desprendimiento con que se trata a las que suplican limosna no sería entonces caridad ni compasión de la desgracia ajena, sino sobre todo compañerismo, empatía de quien vive de una forma en el fondo no tan diferente y gasta unos pocos euros que no se sudaron demasiado o se escatimaron más que se ahorraron. A las pruebas de los centros comerciales llenos de población activa todas las mañanas me remito, y el que salga sin pagar el impuesto de la leche o la fruta todavía tendrá excusa de los generosos habituales: «No se lo tengas en cuenta, que el pobre mira mucho por el dinero porque tiene que trabajar».

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