Rafael Aguilar - El Norte del Sur

Patio de San Jacinto

La luz de una mañana espléndida de Viernes de Dolores hirió los muros de cal retocada de Capuchinos

ESE patio del convento de San Jacinto en la mañana espléndida que hizo ayer. El sol en todo lo alto picando como tiene que picar porque ha llegado su hora, la luz intensa de las vísperas hiriendo como cada Viernes de Dolores los muros de cal retocada que van a dar a la puerta de la iglesia, las mujeres y los hombres mayores -pero sobre todo mujeres- con bastón, arrugas y sonrisas generosas y sabias en alegrías y penas que se ayudan del pasamanos, el incienso que hace suya la plaza de Capuchinos palmo a palmo y piedra a piedra del piso irregular. Dentro, la penumbra calculada y discreta, el rezo en voz muy baja y casi imperceptible, el perdón, la culpa y la acción de gracias, los rosarios entre los dedos, los jóvenes con trajes de chaqueta, los hermanos veteranos en la mesa petit oria, las estampitas, las monedas en una bandeja de metal bien lustrada, los turistas que no saben muy bien dónde ponerse porque se sienten incómodos de repente, entrometidos amables y voluntariosos en un mundo que comprenden de pronto que no es el suyo pero al que son bienvenidos, cómo no.

Saludos, abrazos, besos en el pasillo que va a morir en el altar, en los laterales de la nave menuda. Está a punto de dar la hora de comer y Pablo García Baena no puede avanzar ni un paso sin el asedio de los afectos. No había más belleza en este mundo, escribió una vez. Y a ver quién se lo discute. Porque Córdoba está en ese preciso instante para quedarse a vivir en ella durante unos cuantos siglos. La vida interior de la hermandad que vibra de punta a punta del lugar sagrado. Sopla el viento de este abril temprano y resulta que el golpe de vida viene del patio interior justo donde se asienta la memoria íntima de cuantos no han faltado a su cita. Cualquiera de entre los más fieles ha aprendido reconocerse en la sombra reparadora de los árboles de copa suficiente y tronco mínimo -cuántos son, cuántos eran, ¿tres, cuatro, cinco?-, porque se han hecho recios y fuertes al tiempo que al muchacho que esperaba su turno para pisar la calle descalzo de la mano de su padre o de su tío le han salido arrugas, canas y mellas. Hay silencio, mucho silencio en la estancia descubierta y es el silencio del respeto a los ausentes. San Jacinto es principio y fin: es la caja de cartón anudada con un cordel en la que una etiqueta marca el nombre y los apellidos y tal vez el tramo exacto en el que uno hará lo que debe dentro de una semana justa; es la añoranza de lo que ni siquiera se vivió pero de lo que sí se ha escuchado muchas veces, las historias cien veces contadas en las noches de brasero: el hombre vencido por el tiempo que iba a la iglesia a rezar sin que nadie le viera pero que nunca salió de nazareno porque hasta el anonimato del antifaz le parecía excesivo, cordobés que era; la anciana que oraba sin cuentas porque de la cabeza se le escaparon las nociones del tiempo y del espacio pero nunca la costumbre de su banco y de su plegaria.

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