Rafael Aguilar - EL NORTE DEL SUR

Parking Koolhaas

Que alguien le sugiera el nombre al Ayuntamiento. Sería un detalle. Por lo que íbamos a ser. Y ya nunca seremos

VENGO de allí. He ido con el cuaderno a tomar unas notas para escribir este artículo y sucede que, ya de vuelta, el papel está en blanco. Lo único que he visto han sido jaramagos, que no inspiran, y una valla medio caída, un camión que se afana en dejar plano el terreno, y un par de vecinos que me han mirado entre la extrañeza y la risa tonta como si estuviera sonado, allí delante del solar solo y en plan contemplativo. «Oigan, un respeto, que esto que estoy haciendo es un ejercicio de nostalgia muy doloroso: ustedes me ven y piensan que soy un tipo raro porque me he quedado parado frente a un secarral pero que sepan que estoy llorando por dentro por lo que íbamos a ser y ya nunca seremos, y dense por aludidos con el plural de la primera persona», me han dado ganas de contestarles. Pero me he quedado sin decir nada y me he vuelto por la calle de la Feria rumiando la pena, que es aguda, incurable me temo. A esto hemos llegado, he concluido: el sitio en el que se iba a levantar el edificio icónico de la Córdoba del nuevo milenio se queda en un aparcamiento . Es duro asumirlo, ¿no?, por mucho que el desastre se viera venir desde hace tiempo.

Ay Córdoba. Ay sus políticos. Ay sus ciudadanos. Ay nosotros. En ese trozo de tierra baldío hay enterrados diez millones de euros. Miraflores es la isla, o la península, de un tesoro que, abierto el cofre, resulta que está podrido. Esa parcela quedará para siempre como un monumento a la ensoñación provinciana, como una hoguera de las vanidades en la que se consumieron los aires de nuevos ricos y la apariencia de poder de los representantes públicos. «Tú fíjate cómo afina los ojos, cómo los medio cierra cuando se inclina en el pretil de la Ribera con ese gesto perdonavidas: él observa la otra orilla y no ve lo que tú y lo que yo; lo que él ve es la Córdoba del futuro», solía ironizar un periodista quevedesco acerca del presidente de la Gerencia de Urbanismo con el que la ciudad puso el pie en el siglo XXI y al que apodaba, alguna vez hasta en su presencia, como el César Visionario. El aludido sonreía al escucharlo con una cierta mueca de menosprecio: «Vosotros haced gracias, pero a mí algún día me recordarán por esto». En concreto por lo que va camino de ser un aparcamiento.

Alguien debería hacer un ejercicio de divulgación histórica a la entrada del parking, dar cuenta de todo cuanto hay bajo el piso: la megalomanía de un primer teniente de alcalde; la vista gorda de una alcaldesa que tragó con el mastodonte a costa de mantener su puesto y que luego, cuando pudo prescindir de su socio, quiso llevar el proyecto a un terreno más sensato hasta que la cabeza se le acabó yendo también en el vuelo transoceánico para exhibir la maqueta en el Moma de Nueva York; el «que dimita Ferrovial» de Andrés Ocaña , que en paz descanse. Y que alguien tenga el detalle, por favor, de ponerle al estacionamiento el nombre de Rem Koolhaas. Para recordar lo que íbamos a ser. Y ya nunca seremos.

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