EL NORTE DEL SUR
Los ojos cerrados
No sé si estoy despierto o tengo los ojos abiertos, si los he oído o no mientras ellos, los niños, siguen en sus habitaciones de algodón
ESCRIBO con los ojos cerrados, acurrucado bajo las sábanas y el edredón, sumido en el sueño profundo de esa parte de la conciencia o de la memoria que se llama infancia, con la casa sosegada a primera hora de la mañana, tal vez la última de la madrugada, con las luces que han de asomar ya, quizás, en el horizonte de la campiña más cercana que en los días claros está al alcance de la vista desde alguna de las ventanas, más allá de las avenidas y de las espadañas de las iglesias del casco histórico. No sé si en verdad estoy escribiendo o estoy recordando ni tampoco sé si a alguien le importa, en cualquier caso el difuso entendimiento del duermevela me alcanza para tener la certeza de que este amanecer frío, nublado, gris y a lo mejor lluvioso huele a chocolate caliente, a dulce de leche, a turrón y a anís; la certeza también de que una vez, no hace tanto, el cuento no era una invención de los adultos para prolongar la edad de la inocencia, sino que la historia era real, de una pieza, inamovible en la mente infantil, sólida en la precaria colección de seguridades sobre la que los niños construyen su universo.
He leído esta Navidad en «Sapiens. De Animales a Dioses» que lo que les permitió a los humanos imponerse al resto de las especies fue su capacidad para generar mitos comunes que les facilitaron establecer lazos de cooperación con desconocidos a gran escala, una cualidad que los chimpancés, por ejemplo, nunca han desarrollado ni desarrollarán más allá del círculo cerrado y muy limitado de individuos en el que el macho alfa no ve amenazado su liderazgo, afirma el sabio Yuval Noah Harari en el libro que está en la misma mesilla de noche en la que la radio con despertador ya ha empezado a dar las noticias de la jornada. No sé si estoy despierto o si tengo los ojos abiertos, me sale sola la letra de la canción de Calamaro, si los he oído en el interior mullido del descanso pero sí estoy convencido de que la fabulación ha funcionado de nuevo, de que nos hemos puesto por una vez de acuerdo en algo: en hacerles creer a ellos, que todavía no se han espabilado y siguen en sus habitaciones cálidas de algodón, que la vida tiene sentido porque ocurren cosas maravillosas como estas, porque hay noches que vencen a las ausencias y a la tristeza porque lo que viene después de la oscuridad es la luz, en este caso la de enero que se derrama sobre el papel de regalo, sobre las copas vacías y sobre los restos del tentempié de Gaspar, Melchor y Baltasar.
Escribo bajo las mantas calientes el diario de otros amaneceres pretéritos y crueles ya por la distancia y por el paso del tiempo. Un par de niños en la frontera de la adolescencia, por ejemplo, que se levantan un seis de enero y que lo que encuentran en el sitio indicado no son tantos regalos como esperaban y al lado una nota manuscrita por su padre y por su madre, con la letra bien reconocible, en la que les piden disculpas por la escasez del botín del Día de Reyes porque la economía doméstica no ha dado para más ese año. No sé en verdad si estoy escribiendo o si estoy soñando, si estoy despierto o si tengo los ojos abiertos. Sólo sé que amanece ya y que estoy esperando a que mi hija venga a buscarme a la cama.