Rafael Aguilar - El Norte del Sur
Ocaña
Anguita supo ver dónde se había metido: «Le dieron un caramelo envenenado», dijo
ENTENdía la política como una poderosa y hasta obsesiva vocación a la que su conciencia no le permitía renunciar y como un servicio a los demás para cuya dedicación le sobraba la gloria efímera del lucimiento. Trabajó mucho en la trastienda del Ayuntamiento, primero en la oposición y después como brazo derecho de Rosa Aguilar , y para cuando le llegó el turno de ocupar la primera posición todo estaba tan desgastado y tan avanzado el proceso de descomposición que la suya fue una misión ingrata, muy ingrata: liderar la retirada de Izquierda Unida del salón de la Alcaldía entre los cascotes que dejó el «rosismo». Peleó con tozudez, esa palabra que él usaba con frecuencia, por lo que creía y quizás alguna vez pensó que su vía sensata iba a arrastrar a los ciudadanos de bien, pero su destino estaba marcado y era triste: el punto y final de su carrera política lo escribió la lágrima, o una de ellas, que se le escapó cuando, en la noche electoral de las municipales de 2011, constató que se había quedado varado sin remedio entre la sombra traicionera de su predecesora y el empuje del mensaje populista de Rafael Gómez , que a lo mejor era todo uno. El cerco terminó de cerrarlo la mayoría absoluta del PP que encumbró a José Antonio Nieto . Ahí acabó todo.
Cuando el ocaso de sus responsabilidades públicas era ya claramente una historia de decepciones y de esfuerzos en vano, Julio Anguita salió en su auxilio con unas breves declaraciones que sonaron, cómo no, a frase lapidaria. «Él recibió un caramelo envenenado... y se lo comió», vino a excusarle el primer alcalde de la Democracia en Córdoba, que sabía hacia quién tiraba. Anguita decía lo que todo el mundo más o menos informado había supuesto desde que Andrés Ocaña aceptó suceder a Rosa Aguilar: que si bien la toma posesión del bastón de mando de la ciudad era un reconocimiento a lustros de dedicación a la política entendida como la defensa de unas convicciones firmes y sólidas también llevaba implícita la encomienda de taponar, aunque fuera con una cura de urgencia, las heridas que había dejado abiertas su antecesora. Que no eran pocas.
Córdoba se desangraba y él se tomo en serio que era uno de los cirujanos llamados a reanimarla. Cuando cogió las riendas del Ayuntamiento sólo había una tabla de salvación posible, y era la esperanza de que Córdoba se llevara la Capitalidad Cultural de 2016 . Ese sueño alimentado durante años pasó de largo como pasa un buque mercante por el horizonte que divisa un náufrago desde una isla desierta. Ya no había donde asirse: un gobierno municipal agonizante veía cómo encallaba un proyecto sin brújula en una ciudad ya huérfana de referentes y con una caja de ahorros que había entrado en barrena. No había hacia dónde mirar. Los ojos vidriosos de Andrés Ocaña quizá fueron de los primeros que se dieron cuenta de que llegar al precipicio era cuestión de tiempo.