Francisco J. Poyato - PRETÉRITO IMPERFECTO

EL NUEVO SELLO JOYERO

Hubo un tiempo en que ser joyero en Córdoba era una patente de corso, un trasunto por la intrahistoria de la ciudad

La joyería cordobesa ha tenido que viajar para encontrarse aunque los muestrarios lleven dando vueltas por el globo terráqueo desde hace décadas (o siglos). La crisis económica y la revolución en los hábitos de consumo -con el ciclón tecnológico al frente- han depurado un sector que como tantos se inflaron hasta más no poder. Quedan pocos, pero valientes. Buscan la calidad sin despreciar la cantidad, aunque sí huyendo de la desmesura. Buscan cualquier rincón del mundo donde nazca una niña cuya madre quiera ponerle sus primeros pendientes de palillería. O donde una alta clase business aún guste de colgar en su escote bronceado un brillante. Fue un gigante con pies de barro. Una joya con demasiadas aleaciones. Una selva complicada en la que se ganó mucho dinero haciendo lo mismo durante tanto tiempo pero sin levantar la cabeza del caballete. Una colmena antimonárquica con reinas madres despistadas en sus afanes de grandilocuencia. Demasiados recelos y muchos oportunistas que hacían de sus tardes libres la doble contabilidad que tanto daño fraguó a los que se atrevieron a seguir un camino recto -y que a la postre son los que han resistido-. Una burbuja de grandes proyectos, equipamientos, polígonos, innovaciones, fotos, titulares, promesas, insinuación política, exhibicionismo... pero carente de una estructura empresarial y una base formativa imprescindible para asentar un negocio contra viento y marea. El «hachón» de Hacienda y el tópico del fraude fiscal, mitad leyenda, mitad realidad, hicieron el resto. La afilada navaja del IVA y la desconfianza mutua.

Muchos hombres y mujeres sacaron adelante muchos negocios joyeros que ofrecían altos y rápidos dividendos sin apenas haber tocado un libro de texto, aunque siendo matrículas de honor en sacrificio, astucia, riesgo y calle. No reinvirtieron y prefirieron nadar en su zona de confort, víctimas de un defecto tan humano como la autocomplacencia trufada con vanidad. Son los mismos que quisieron que sus hijos estudiaran y los que hoy ven a esas nuevas generaciones de empresarios de la joyería cordobesa que despachan una compraventa vía e-mail con Canada desde el bar de siempre y con un café con leche al lado, o se acuestan buscando negocio en China a través de un servicio de mensajería instantánea y con traducción simultánea desde el móvil. Hubo dioses en esta ciudad, y chorros de tinta que lo contaron, que no conocieron las nuevas tecnologías ni la globalización, pero sí fabricaron supuestos imperios con redes comerciales de peluquería.

Hubo un tiempo en que ser joyero en Córdoba era una patente de corso, una hidalguía con heráldica, un trasunto por la intrahistoria de la ciudad, una veta sociológica de un enjambre cuasi gremial y feudal. Por aquel entonces, creíamos que ese diamante luciría de por vida borrando las sombras de la industria que vino en los años 50 con una cierta clase media, y que empezó a irse en los años 80 y 90. Pero ser joyero también era una constante partida de póker, donde el farol era moneda de cambio, y las apuestas muy arriesgadas. Se lograron hitos impensables: un Parque Joyero como Edén y trampolín hacia el escaparate fabril que siempre imaginamos.

Y cuando llegó la recesión, llegó la verdad. Resistieron quienes anduvieron por el camino más difícil y han resucitado cual Ave Fénix quienes han sabido coger de nuevo el muestrario y empezar de cero corrigiendo defectos. La exportación ha sido su tabla de salvación y su cervantino retablo de las maravillas. Han levantado la cabeza y han mirado al cliente de frente, y están adaptándose a la velocidad de vértigo que conlleva la salvaje y reinante competencia global. Han descendido del oro a la plata o han roto pautas con diseños impensables. Han descubierto el márketing y le han echado muchos redaños para seguir reinventándose, a pesar de todo.

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