Francisco J. Poyato - Pretérito Imperfecto
Noventa mil veces Miguel Ángel
Detrás, Córdoba. Ni sola, ni lejana, ni callada. Noventa mil veces Miguel Ángel. Noventa mil veces libertad y paz
Llovía. Cómo llovía en la canícula cordobesa de julio. El asfalto se volvía turbio y chirriaba a punto de abrirse. Tus lágrimas empapadas se deslizaban sin cesar en aquella tarde húmeda e intensa. Pero tú querías mantener el tipo, la discreción y la pena sin artificios. El chaparrón te había cogido por sorpresa al salir de casa. Camino del Meliá, donde estaba el punto de partida. Cogido de la mano de tu mujer y con tus dos hijos revoloteando a vuestro alrededor. Ingenua felicidad de una aventura inesperada. Un silencio sepulcral invadía las calles que, paradójicamente, manaban gentío por doquier como si alguien hubiera decretado una estampida. Una huida sin norte.
Cabezas gachas, paraguas saltimbanquis, manos blancas, corazones con lamento en clave de bordón. No se cabía en los «Jardines de la Habichuela» y la cola empezaba a conformarse Vallellano abajo multiplicándose a un ritmo vertiginoso hacia la Puerta de Sevilla y el Cementerio de la Salud , el más viejo del lugar. Apretaste la mano de tu compañera más fuerte aún, arremolinando a los chicuelos con la mano en actitud protectora y firme. Aunque perderse en esa multitud era como encontrarse en el lugar común que se había creado desde hacía unos días en el imaginario colectivo; como hallarse en un hondo sentimiento proindiviso del que todos erais dueños y herederos.
La lluvia se afinaba en un «calabobos» sutil y las caras a tu alrededor empezaban a sonarte. Incluso algunas de las que la última referencia compartida había sido una despedida telefónica antes de la partida vacacional a Fuengirola o el Rincón de la Victoria. Aquí estaban, no podían fallar. Era como si un mensajero hubiera desplegado su letanía a los pies de San Rafael en la torre de la Mezquita convocando a la Córdoba en éxodo por los confines del estío. Porque ya no se cabía y apenas había sitio para moverse. El individuo tornaba masa y la masa bullicio en movimiento uniforme.
Delante la pancarta, tras la pancarta los políticos de todo signo y condición. Las caras conocidas del periódico, la clase dirigente. Detrás, Córdoba. Ni sola, ni lejana ni callada. Noventa mil veces Miguel Ángel . Noventa mil veces el grito de odio. Noventa mil veces libertad y paz. Noventa mil veces Córdoba .
Sólo un año antes aquella bomba. Sólo unos meses antes, aquella mañana de mayo en Carlos III . Sólo un palmo de tiempo en la memoria para rescatar la pérdida del sargento Ayllón . Sólo cuatrocientos días antes el golpe del terror en la plácida Córdoba que se desperezaba para ir a trabajar en vísperas de una Feria por estrenar. Sólo un zumbido para sentir la rabia y la ira ya para siempre.
La impotencia perdía ante las ganas de luchar, clamar y decir basta ya. Paso a paso. Codo con codo. Miradas que se cruzaban bajo el unívoco grito. Jamás pareció estar tan alejada Las Tendillas, como si el camino emprendido hacía unos metros condujera realmente hacia aquel pueblo recio del norte al que todo un país entero miraba compasivo y enfurecido a la vez. Por la Victoria a Ermua. Por Ronda de los Tejares a Lasarte. Y por las Tendillas, el corazón de Córdoba, al corazón de la familia Blanco y al de centenares de víctimas esquilmadas como el precio de la sinrazón.
Soportales llenos. Balcones con ramilletes de ojos. Alfileres humanos bajo la sobria mirada del Gran Capitán. Una sola voz, un solo discurso, ni una sola coma mal puesta. Ni un renglón torcido por la demagogia. Ningún afán de apropiación indebida. Y tú, con uno de tus hijos en los hombros, llorando por dentro lo mismo que exclamando por fuera. Al lado tu mujer, con tu otro hijo en brazos... Hoy, veinte años después, leyendo el periódico, llorando por dentro, rumiando desasosiego por fuera. Lo has leído. Lo has escuchado. Cada uno tiene ya sus propios muertos. Entonces, ¿aquella tarde de lluvia y canícula...?