EL DEDO EN EL OJO
No enterarse de nada
No importa que la realidad desdiga los dogmas totalitarios del feminismo
DEL mismo modo que España se ha ido al carajo, así lo ha hecho la verdad, la honestidad intelectual y la ética. Estos son tiempos de demolición. El progresismo —que debiera partir del supuesto práctico de superar viejos conceptos para avanzar pero respetando aquellos que son válidos— no ha hecho en estos últimos tiempos sino apostar por «el derribo por el derribo». Y fiarlo todo al totalitarismo ideológico sin respetar los avances que en democracia nos dimos todos (hablo en pasado).
Hoy nos han impuesto la emocionalidad irracional que, a su vez, ha parido un hijo bastardo: la mentira emotiva. Son muchos los que tratan de distorsionar la realidad para modelar la opinión pública e influir en las actitudes sociales. Los hechos objetivos tienen menos influencia que las apelaciones a las emociones y creencias personales.
El que algo aparente ser verdad es hoy más importante que la propia verdad. Eso hace que los activistas de la posverdad continúen repitiendo sus puntos de vista aún cuando estos se demuestran objetivamente falsos. El mal de nuestros días —que arrancó con el nacimiento del comunismo y de su ahijado el socialismo— es que las ideologías ya no son tales sino que son creencias. Al religioso modo. Con sus dogmas de fe. Con sus sacerdotes y fieles. Con sus ritos. Con sus homilías. Con sus exaltaciones de líderes.
Entre nosotros, ya, se ha instalado el totalitarismo. Aquellos años dorados de la Transición y posteriores en que todos soñábamos con la reconciliación, el futuro en común, la convivencia consolidada entre las diferentes ideologías y el respeto al individuo han dado paso a los años de la voladura. Voladura incontrolada que es la más peligrosa.
Amén de otras creencias de obligada y exigida adhesión (la nación de naciones, la revisión de la guerra civil, el igualitarismo paroxístico,…) existe una de ellas cuyo cuestionamiento resulta hoy peligroso: el feminismo radical de género. Esta creencia —dogma de fe que deriva en la regulación de cada parcela de la vida de los ciudadanos— ha mutado en dislates propios de la distopía orwelliana propiciando que el Gobierno se crea competente para meterse en la cama de los españoles, violar sus conciencias y obligar la dirección correcta del pensamiento, de las actitudes y de los comportamientos. Y quien discrepe puede terminar mal. Al tiempo.
Si nuestro director firmó el pasado domingo un soberbio artículo (y sereno, respetuoso, razonable,...) donde llamaba a la reflexión para no cosificar al varón («Soy hombre, perdonen») poco tardaron los vigilantes del dogma en calificar el contenido del mismo como proveniente de alguien que no ha entendido (o no ha querido entender) nada. Porque queda patente que quien discrepe racionalmente y de manera argumentada de los planteamientos del totalitarismo feminista queda automáticamente descalificado.
Esa pretendida superioridad moral e intelectual cualifica a estos autodesignados seres superiores para decretar qué es la verdad y qué no lo es. Son los mismos que, inspirados por ese espíritu totalitario, crean un espantoso engendro llamado Comisión de la Verdad. Quede con ello todo dicho. Hay que decir que la Iglesia es bastante menos vehemente y mucho más razonable y respetuosa que esta nueva progresía a la hora de defender sus dogmas. No importa que la realidad desdiga los dogmas totalitarios del feminismo, de las petulantemente llamadas nuevas masculinidades o de las mil y una posverdades que pretenden hacer pasar por ciertas. Siempre seremos nosotros quienes estemos equivocados.
Ya saben: si la realidad demuestra cosa distinta a mi creencia, es la realidad la que está equivocada. Aunque también pudiera ser que yo no me entere de nada. No lo descarto. ¿Por qué no?