Luis Miranda - VERSO SUELTO

Mucho te quiero, caimancito

Por mucho que lo pintaran, el pobre bicho no tenía quien se diese cuenta de que se cae

ABC

Pero cómo. Pero cuándo. Pero por qué. A lo mejor esas guerras que había cada septiembre eran de mentirijillas, toreo de salón con bichos afeitados, pero quién se iba a imaginar que el caimán de la Fuensanta, la mascota de la progresía de trenca o camiseta por fuera, el animal que debería decorar la ropa de limpio de quienes se anclaron en el «OTAN no, bases fuera», el reptil que les trae los regalos del solsticio de invierno a los niños, se estuviera descomponiendo hasta llegar el momento en que no hubiese más que echarle un responso laico y esperar a que el hocico se cayese de la pared.

Cómo iban a imaginarlo aquellos que en las últimas candelas del verano, pero sólo en ellas, lo paseaban en los carteles como una deidad egipcia, como si con su presencia invocasen a los buenos espíritus para el curso que empezaban y de paso mosqueasen un poco a aquellos que además de fijarse en la venerable momia del animal exótico iban a rezarle a la Virgen. Al final habrá que pensar que el pobre bicho, al que las leyendas imposibles de haber aparecido en el Guadalquivir le daban un aura mítica, tampoco le importaba a nadie, que fuera de dibujarlo con una sonrisa y una campanita en la mano, no tenía quien le hiciese una visita en octubre ni quien en enero empezase a darse cuenta de que le hacía falta llevarlo al restaurador taxidermista para que no se cayera.

Igual que hicieron los barceloneses que fueron a despedirse de «Copito de nieve» cuando se sabía que el cáncer se lo iba a llevar por delante al cabo de unas pocas semanas, todos estos izquierdistas de barrio y pañuelo palestino deberían acercarse estos días por el patio del santuario, hacerle fotos para enseñar a sus nietos cómo era el animal sagrado cuando pendía con el aire de un dinosaurio que hubiese sobrevivido congelado en una glaciación, escribirle alguna canción con guitarra que se cante en el momento en que los mojitos de la «velá» entonen el cuerpo.

Claro que también puede que se trate de una historia demasiado bien conocida en Córdoba: la del que presume de una ciudad que no disfruta, saca pecho por la plaza de Capuchinos mientras tira el paquete de tabaco y enseña la Judería tirando latas vacías. Es la indolencia del cordobés medio que después de todo se preocupa más de la cerveza en el bar y de ver al Madrí y al Barselona en la tele que de mover un solo dedo por algo que le importe, como si la ciudad fuese siempre responsabilidad de los demás. «Mucho te quiero caimancito, pero cuidados, poquitos», habrá pensado el pobre saurio, que un muy lejano día fue el terror de pájaros, mamíferos y hasta niños desprevenidos y que ahora se ve medio desdentado, con la piel a tiras y a punto de correr la suerte de un juguete viejo. Si esto hacen con su símbolo, con el «tótem» sagrado que les sirvió de amuleto de la suerte, miedo da pensar en lo que pasaría cuando hubiera que repasar las cubiertas de cualquier capilla menor de esa Catedral que no se cansan de pedir con el ritmo cansino de los que hablan de Al Ándalus en el prólogo de las ejecuciones.

El caimán seguirá en los carteles porque quienes lo reclaman en realidad no lo han visto casi nunca, pero ya que está irrecuperable, igual cualquier día lo descuartizan y venden sus reliquias como remedio infalible para curar migrañas, aliviar las hemorroides o vigorizar lo fláccido.

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