CALLEJERO SENTIMENTAL DEL CASCO ANTIGUO
Montero: Ramón Medina, patios y carnaval
El paisanaje de barrio castizo bajo la torre vigía e imponente de San Agustín
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En el patinillo del bar Pancho todavía se conserva el limonero bajo el que Ramón Medina ensayaba sus canciones con la peña El Limón . Y para que nadie lo olvide, en la fachada campea un azulejo en el que puede leerse que «Don Ramón Medina Ortega , Hijo Adoptivo de esta ciudad, fundó en este establecimiento la peña El Limón en 1934», que tras su refundación en el 93 guarda las canciones como oro en paño. ¿Quién no canta o ha cantado en las romerías «Camino del Santuario» o «Cordobesita»?
Al frente de la taberna está José Antonio Péculo, hijo del gaditano José Péculo, que la regentó desde 1969, tras colgar las botas, pues fue destacado futbolista que militó en el Balón, el Cádiz e incluso el Nüremberg alemán, donde nació su hijo. Por su tez morena le llamaban «El Negro de Cádiz». La taberna conserva su aspecto de siempre, sin caer en la tentación de renovarse. Trae el vino de Bodegas Montes, Moriles, lo pasa a sus botas y lo sirve como finos Pancho y El Mío. Es un bar sin tapas, como antaño.
Péculo lamenta que el pequeño comercio haya desaparecido en el barrio, desplazado por los supermercados. Como excepción, en el otro extremo de la acera pervive la pequeña tienda de Meli, que anuncia en la puerta pan de Obejo y de Villanueva de Córdoba , que le traen a diario, pero además trae huevos de Castro, aceitunas de Puente Genil y aceite de Baena, calidad. Junto a la estantería figura un aviso: «En esta casa se fía dos días, uno fue ayer y otro mañana sería». Que no se pierda el buen humor.
Memorias del metre
Rafael Madueño, metre y sumiller de El Churrasco , ya jubilado, que pasó la niñez en este barrio, me descubre un secreto: «Si quieres ver dos torres a la vez te sitúas frente a la calle Velasco y desde allí se ven las de San Lorenzo y San Agustín». En efecto, lo compruebo y así es, basta girar la cabeza ligeramente. Más adelante, da mucha pena ver la casa de la taberna Los Gallegos , en el número 31, hecha una ruina. Ante su fachada los bomberos colocaron hace años vallas protectoras, tras las que discurre la acera invadida de jaramagos secos. Puerta y ventanas están cegadas, pero si uno se asoma a la paralela calle Guzmanas puede ver desde otra ventana la ruina interior; para echarse a llorar. Se mantienen en pie los muros y los dos arcos del patio, pero el resto es desolación: maleza seca, cubiertas hundidas, vigas al aire y muros descarnados.
Ay el Casco. Cuando había casas de vecinos, Montero fue calle de patios . Aquí concursaron los de las casas 11, 12, 23 (luego 25 y 27), 28, 31 y 33, seis. Los más constantes fueron el 12 y el 23, que participaron una veintena de veces. Y todos desaparecieron porque las casas de vecinos se transformaban en pisos o viviendas unifamiliares. Solo se mantiene en pie la casa 12, « el patio de Calichi », apodo de Antonio, su dueño, que era ditero, es decir, vendedor de ropa y tejidos en módicos plazos. El patio consiguió numerosos premios, entre ellos dos primeros (en 1965 y 1972), y se despidió del concurso en 2002. Era una casa con tres patios engarzados en la que vivían ocho familias. La inquilina más popular era Manola, ruidosa hincha del Córdoba CF, a cuyo entierro acudieron los jugadores.

En la fachada de la casa cerrada un rótulo indica «Taberna el Patio», pero eso fue hace años; hoy no hay nada. Una reliquia del pasado es la carpintería que Mariano Villar abrió en 1942 en la antigua ermita de Nuestra Señora de las Montañas -imagen que se mudó a San Lorenzo-, hoy regentada por sus nietos Mariano y Rafael, la tercera generación ya. Salvo la cubierta de uralita y las máquinas, más modernas, no ha sufrido reformas y todo se conserva como antes. El serrín cubre el suelo y espolvorea las paredes, en las que cuelgan manojos de plantillas. Antiguamente salían de este taller los muebles de los recién casados; hoy trabajan bastante para imagineros y cofradías, además de aceptar cualquier encargo de madera-madera y ebanistería. «Esta calle era antes un hervidero de gente camino del mercado de San Agustín» evoca Mariano con nostalgia. Y repasan las actividades que hubo en el entorno, como patatas fritas Millán , Juan el de las bicicletas, la Casa de las Escobas y el practicante don Francisco, que se desplazaba en bicicleta. «Esto era también el centro del Carnaval -añade Mariano-, sobre todo cuando estaba prohibido, que era más espontáneo. Con cualquier cosa se hacía la gente un disfraz, pero ahora vas a la tienda y te vistes de almirante». Un Carnaval animado por la gracia descocada de mariquitas populares como La Chicharito, Piquito de Plata o La Paquera, pintores de brocha gorda.
Desde hace más de treinta años Antonio Cuadra es mancebo de la única farmacia de la calle, versión renovada de la que hubo en el mismo lugar cuando era casa de vecinos. «Montero ha cambiado mucho; recuerdo que las mujeres venían a la botica en bata y con rulos, pues esto era como un pueblecito dentro de la ciudad». Y concluye: «Antes la calle tenía vida, pero hoy no pasa nadie». Es víspera de Todos los Santos y pasa un hombre con dos ramos de crisantemos. Otro, que pasea a su perro, se acerca a un contenedor para recuperar flores de plástico abandonadas.
En Montero desembocan cuatro calles: en el lado de los impares, Velasco, y en el de los pares, Montañas, Rivas y Palma y Rosalas, ya al final de una calle que mide 280 metros y termina en la plaza de San Juan de Letrán, mera confluencia de calles animada por la terraza del bar Millán. Aquí convergen los sectores de Costanillas, Trinitarios, San Agustín y San Lorenzo.
La Córdoba profunda y languideciente que perdió las casas de vecinos abiertas para ser reemplazadas por viviendas unifamiliares cuidadas y discretas, con sus puertas cerradas. Algunas de elegante sencillez como los números 23 y 27; otras, de porte distinguido, como la 8 y la 17. Los edificios son de dos alturas, con algunas excepciones de tres. Por limitar el tráfico a los residentes, los coches se reducen a un goteo, lo que proporciona tranquilidad; una tranquilidad que se altera a las dos de la tarde, cuando los escolares regresan de los colegios arrastrando sus mochilas; minutos de vida para una calle demasiado silenciosa. Un silencio que de vez en cuando taladran los relojes de los campanarios cercanos.
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