Mirar y ver

El anciano y el taxista

Desde hace 17 años, el servicio del taxi lleva a personas de las residencias a ver la Navidad

El Paseo de la Ilusión de este año Valerio Merino
María Amor Martín

María Amor Martín

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Que Juan trabajó toda su vida en el campo lo delatan sus manos y las arrugas profundas de sol y tiempo. De Mariana, su amor, solo guarda un rostro joven en una fotografía que amarillea en la cartera y que se empeña en desaparecer, pero que es sacramento de su presencia. Mira la foto y sonríe.

De los hijos también tuvo que despedirse y, cuando los recuerda, menea la cabeza como si quisiera sacudirse la mala suerte: «no hay cosa que más duela que sobrevivir a los hijos, se le oye decir rezongando. Solo libra ya la batalla para ahuyentar la soledad del desapego y de la ausencia malquerida, porque fue feliz mientras duró el amor y la entrega, y lo mantiene la memoria de una existencia esforzada pero dichosa. Nunca jugó a la lotería porque aseguraba que ya le había tocado el gordo con lo que la vida le fue ofreciendo y se sentía en paz y agradecido.

Desde la ventana de la habitación de la residencia que habita, ve el jardín, en el que se sienta a conjurar al sol. Cierra los ojos , parece que duerme, solo apariencia, saluda a quien pasa sin abrirlos, reposando la cabeza en una butaca con las zapatillas de paño y cuadros en los pies cruzados.

Piensa que nunca había necesitado el servicio de un taxi, pero esa tarde sí. Hace ya 17 años que los taxistas recogen a los mayores de las residencias para visitar el alumbrado navideño de la ciudad . Se tomó tiempo para arreglarse cuidadosamente y se dispuso a salir. El taxista llevaba adornado el capó del coche con un gran lazo rojo y su cara, de buena gente, con la expresión satisfecha de la generosidad. El mundo para Juan tenía las dimensiones de la ventanilla, miraba la multitud de pequeñas luces que decoraban las calles.

Los viandantes recibían con aplausos merecidos a la comitiva de más de ochenta taxis , mientras Juan les devolvía el saludo con el gesto esperanzado de sus manos. Se había calado un sombrero y cubierto con un buen abrigo por miedo al frío que, a veces, le helaba los huesos y el alma, pero la solidaridad luminosa lo protegía, al calentar su corazón con el fuego de otras Navidades que invadían sus recuerdos.

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