Francisco Robles - LA FERIA DE LAS VANIDADES

Manolete

Misterioso como una sombra sin tiempo en la Judería. Péndulo que no oscila. Mar lejanísimo. Río gongorino sin metáforas

Ni Manuel, ni Rodríguez. Manolete . A secas. Como su enjuta figura. Como esa seriedad de siglos. Como ese rictus insobornable a la falsedad de la simpatía. Manolete. Vertical como una columna que sostiene el aire. Misterioso como una sombra sin tiempo en la Judería. Péndulo que no oscila. Mar lejanísimo. Río gongorino sin metáforas. «Ah, si Manolete sonriera». La frase de Lupe Sino vertebra la exposición que Córdoba le ha dedicado al califa. No hace falta entender de toros. No hay que ser aficionado. Sólo hay que tener ojos y oídos -compás sonoro de tangos flamencos y desnudos en un bucle como un mantra- para entrar en el universo de Manolete visitando esa exposición excepcional.

Una iglesia antigua, mellada por la caries del tiempo. Un ábside al que se asoma la sonrisa triste del torero en una foto esencial: blanco y negro. La pluma, el secante de su despacho, la chaqueta blanca del dandismo, un abrigo de color camello, los zapatos que ya no esperan la pisada del torero. El pañuelo, la herida, la madre, la Virgen de las Angustias. Y el coche. Un Mercedes reluciente, brillante, de época. El baúl donde se aloja la memoria de un tiempo pasado que regresa con la piel de Islero bajo un cielo rojo, cuadriculado y vanguardista. Una forma de rescatar el toreo del submundo al que quieren condenarlo los antitaurinos. Vestidos de torear donde la seda y el oro sienten la ausencia lorquiana del cuerpo. El plasma donde se repasa su vida en un documental caleidoscópico y el plasma que le inyectaron en Linares. Un capote desteñido. Manolete.

La mente viaja a la velocidad del sonido, al compás de la luz que apagó la posguerra hace setenta años, cuando murió el repartidor de ilusiones que nació hace cien años. Esto no pueden entenderlo los que odian el toreo porque no son capaces de enfrentarse con la verdad. Y la verdad tiene nombres propios. Nombres de pila. Escritos con agua bautismal y con sangre caliente. Manolete. José. Juan. Pepe Luis. Curro. La iglesia desacralizada vuelve a ser templo por obra y gracia del torero. ¡Qué disgusto se va a llevar mi madre cuando se entere! No quieren que se case a última hora con Lupe Sino. Ah, si Manolete sonriera… Pero la sonrisa no cabía en ese rostro alargado, lisipeo, apolíneo. No hizo falta que lo pintara El Greco, porque su madre, disgusto y angustia, lo trajo al mundo así.

Manolete es un mito. Y los mitos no se explican . Al toreo le pasa lo mismo que a la belleza convulsa: o es mito, o no es nada. Manolete es la belleza depurada de una puerta omeya, el bosque misterioso de las columnas que trenzan el mosaico vertical, siempre vertical, de la mezquita. Florecían las jacarandas tras el burladero encalado de esas casas que en Córdoba siempre dan al misterio. Y allí, en una exposición moderna y vanguardista, el mito que no sucumbió ante la muerte, sino todo lo contrario. Piedra y rojo. Templo y sangre. Toreo como ecuación del toro y el torero que nunca se resuelve. Ah, si el hombre sonriera. Por eso era un mito. Porque no sonreía. Porque su destino no era la felicidad, sino ser alguien más que Manuel Rodríguez. Su destino sigue siendo ser lo que fue. Manolete.

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