Francisco J. Poyato - Pretérito Imperfecto
Mama
Como si una maldición se hubiera apoderado de todo, asumías que todo estaba ya perdido
Al mirarte al espejo te pasa la vida volando. La vida vivida. Preparas tu peluca con la ironía en la mueca de tu cara. Es ya costumbre. Pareces una prima donna o esa gran actriz que mutila sus miedos en el estómago antes de concurrir en las tablas. Frente al espejo del camerino, cuando aderezas el papel que hoy te ha tocado en el reparto, rodeada del silencio que mejor te conoce. Han vuelto las náuseas, el malestar de alfileres por todo el cuerpo, la palidez albariza y fría... El cansancio. Perfilas tu rostro imperfecto con caligrafía de rímel y acento de colorete, dando los últimos retoques para salir a escena. ¿Dónde está aquella mujer ...? Unas manos fuertes, pero algo temblorosas, te tocan los hombros semidesnudos por detrás. Como la alerta de esos cinco últimos minutos de espera antes del precipicio teatral. No hacen falta palabras. Basta con el calor de la otra piel que abraza en el dolor y la esperanza, confiada en que habrá otras mañanas de perfumes alegres. La misma piel que adornó de caricias momentos más hermosos.
En la cocina «cacarea» la cafetera vieja. Los pasos atolondrados se comen el pasillo entrecortado por la primera luz del día. El tropel se amotina en la mesa y la estancia e intercambia panes y peces como si el hambre fuera una epidemia bíblica. Los besos se amontonan con migas de bollo y sabor a leche. Su energía temprana acogota el presente de una enfermedad que llegó aquella tarde a casa de visita, casi por las bravas, y que no fue bien recibida -raro en un hogar tan hospitalario como el tuyo-; aunque ahora debe quedarse, al menos, una temporada. Él enfila la puerta con la pequeña infantería ruidosa. Coche y cole. Rutina perdida. Desde que aquel pequeño bulto te empezó a incomodar, el desvelo se apoderó de ti, las conjeturas te acorralaron, las dudas te sumieron en la intromisión existencial y el diagnóstico acabó por desterrarte de ese dietario lleno de delicadezas y sufrimientos.
Te has desconectado de sus chanzas y deberes. De sus agotadoras jornadas. De ese estrés perenne que multiplica horas, tareas, responsabilidades y roles, tan incomprendidos como vitales. Por las escaleras consultas el móvil, por si te ha llegado algún mensaje. Llevas meses sin cambiar el estado. Es obvio. Ni siquiera hoy, con esos lazos rosas que deambulan por todas partes. Ya no hay «Me gustas» en tu perfil de la red social que tanto frecuentabas. Aquellos primeros comentarios compartidos que te hacían llorar se han ido enfriando y disipando por la Red con la discreción de quien no asume riesgos ni bordea las situaciones complicadas. Sólo quedan cuatro o cinco personas que prefieren llamarte o encontrarse contigo en una cafetería para verte simplemente o compartir hechos irrelevantes ante un café.
Te has subido al autobús que te deja a pocos pasos del Hospital. Como siempre repleto. Un auténtico estudio sociológico de seres que persiguen su colmena. Las miradas hacia ti son inevitables. Y hasta temes levantar los ojos al plano recto para no cortocircuitar esa telaraña de curiosidad. Vas preparando tu mente, más que por lo que te espera, por lo que vendrá después. Eras de las que siempre pensabas que a ti no te tocaría esta maldita lotería en la que nunca se compra billete. Claudicaste en las primeras semanas, perdida en un valle de lágrimas inútil. A escondidas. Como si una maldición inconfesable se hubiera apoderado de todo, asumías que todo estaba perdido. Que no los verías más. Que ni siquiera podías remediar ese destino con gestas a corto plazo que te despidieran de los tuyos, hasta que llegara la hora de despedirte de ti misma. Pero a medida que las noches pasaron, levantaste el alma y decidiste no perder el horizonte. En eso te ayudó mucho observar y conversar con aquellos otros que tras las cortinas «intoxican» como tú su cuerpo para encontrar luz en la oscuridad. Y ahí sigues. Buscando esa luz.
A las mujeres que siguen luchando