Verso suelto
Los niños del espray
Los que han pintado la muralla aprendieron que el patrimonio estorba a las hormigoneras
Los chavales que la otra noche pintaron la muralla almorávide de Ronda del Marrubial como si fuese la tapia de un solar abandonado no son hijos descarriados que no están a la altura de la historia de Córdoba ni frutos del desencanto de una generación que no consiguió aprender de sus mayores. Todo lo contrario. Los niños, y aunque tengan treinta años los consideraré adolescentes porque su acción refleja los valores inmaduros de quien es incapaz de medir las consecuencias de lo que hace, no hacen más que plasmar, con el brillo del espray y el desparpajo del que piensa que no debe temer nada, lo mismo que aprendieron de la ciudad que les rodeaba. No traicionaron las enseñanzas de nadie de su alrededor y tal vez aprendieron de los talleres de grafiti que se pagaron con dinero público.
La propaganda y la ensoñación complaciente, aquella que se ponía camisetas azules para luchar por la Capitalidad Cultural 2016 sin que nadie supiera muy bien en qué consistía, dibujaron la quimera de una ciudad que había recibido su patrimonio y su historia con el mimo con que recogía una candela preciosa que no tenía que apagarse en ningún momento. Como las palabras son gratuitas, a eso se le añadía una especie de conciencia multicultural innata por la que cada niño que veía la luz en Córdoba venía ya programado para respetar viejas mezquitas aljamas, hablar castellano antiguo, árabe y hebreo y respetar a los vecinos que nunca comían tocino casi tanto como a los que se olvidaban de la carne en Cuaresma.
El cordobés de esta época es sin embargo nieto del desarrollismo y la aculturación, hijo de quienes veneraron a las grúas y a las hormigoneras como máquinas de hacer dinero, y piensa que lo antiguo estorba. Cuando era joven recuerdo en la tele una comparsa o chirigota de Córdoba, que ya tenía yo que estar aburrido esa tarde, que defendía en versos ripiosos que los restos arqueológicos eran menos importantes que el crecimiento de la ciudad. «Aunque me tengan por inepto», decía la letra, y entonces y ahora pensé que la frase no merecía ser una adversativa, pero el caso es que no recogían más que el sentir de la calle.
Es probable que hablaran aquellos poetas populares del palacio de Maximiano Hercúleo , que se destruyó para construir una estación sin duda importante y que no se podía desplazar ni trescientos metros. El Gobierno de Felipe González , la Junta de Chaves y el Ayuntamiento de Herminio Trigo no tuvieron reparos como no los tuvo Anguita para volver a sepultar todo lo que apareció en Gran Capitán al querer hacer un aparcamiento. El interés por el patrimonio le nació a Izquierda Unida hace poco para defender una celosía de los años 70, porque cuando las parcelas cercaban Medina Azahara casi hacían palmas a los que decían que a la ciudad califal, que todavía no era Patrimonio de la Humanidá, no iban más que cuatro gatos.
Los que no destruyeron y no aplaudieron cuando la Administración envió a las máquinas a no dejar una piedra encima de otra serían bastantes, pero de ellos pocos eran capaces de pensar que una muralla tenía valor por haber visto pasar nueve cambios de siglo y seguir en pie. Si tenían que irse de Córdoba echaban de menos los peroles y los centros comerciales y al querer llegar a la zona gratuita del Patio de los Naranjos en Semana Santa tiraban del plano que había hecho el Ayuntamiento y hasta preguntarían si la torre del final de la calle Céspedes era la de la Mezquita-Catedral.
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