La Graílla

Dios del pesebre a la cruz

En los villancicos tradicionales está la teología sencilla que vuelve al núcleo de lo que se celebra en Navidad

Escena del Nacimiento de Jesús en el belén napolitano de la ermita de la Alegría Valerio Merino
Luis Miranda

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La conversión de la Navidad en una fiesta sentimentalista y abstracta, odiosa de pura cursilería hipócrita, terminará el año en que no se escuche un solo villancico tradicional . Hay una generación que conoció en su infancia las Pascuas tradicionales de belenes , mantecados, aguardiente, misa del gallo y canciones con panderetas. La televisión y las ficciones norteamericanas les cambiaron la visión del mundo de tal forma que cuando llegaron a la juventud no eran capaces de tarear más que el ‘Jingle Bells’ ; ahora que son adultos visten a sus hijos con diademas de cuernos de reno , porque parece que los trajes de pastor han pasado de moda.

De vez en cuando en las tiendas aparecen discos en que todavía es posible escuchar aquellos villancicos antiguos con voces de niños , cucharas que hacen la percusión en las botellas de Anís del Mono y sobre todo letras que en su carácter popular y en la aparente sencillez de su historia vuelven al núcleo de lo que se celebra. La teología no es sólo aquella disciplina árida y abstracta que parece querer probar por la vía científica lo que no se podrá refutar, sino que también se destila cierta y tierna en los versos de esas cancioncillas. «He nacido en el pesebre y he de morir en la cruz », canta el Niño Jesús cuando le preguntan las voces infantiles de quién es en una lección suprema del significado de lo que se tiene que celebrar en este tiempo. «Asomáte a la ventana, porque está naciendo Dios», cuentan entre repiques de campanas.

Hoy la Navidad es un vago sentimiento de filantropía tan indeterminado como el de las famosas que sueñan con la paz en el mundo, y por eso la canción de este tiempo y en estos años es ‘Noche de paz’ , tan fina de formas musicales como en el fondo vacía de contenido, porque celebra una fiesta de cuyas raíces no se quieren hablar, el nacimiento de un Niño en el que no se cree , la encarnación de un Dios que se ha olvidado y la salvación de una humanidad que ya no precisa para ser feliz más que de los narcóticos de la tecnología. Cada vez que alguien habla de los mejores deseos, en realidad lo que dice es que al que lee debe irle bien por pura brujería o golpes de suerte : no hay en esas frases vacías el menor atisbo de prestar a los demás más consuelo que el de enviar un mensaje por teléfono .

Ahora que ha amanecido calmado el día de Navidad, habrá que felicitar a aquellos que se han levantado tarareando alguna de aquellas canciones cuyo autor nadie sabe porque son del pueblo. Las que imaginan a la Virgen María con peines de plata fina, las de los pastores que se dirigen a Belén para hacer ofrenda de lo poco que tenían, las que pregunta cuál de las campanas de la Mezquita-Catedral de Córdoba repica mejor. Incluso las que celebran con comida y bebida conocen la entraña gozosa de lo que se celebra: el temblor reverente ante la omnipotencia encarnada en la fragilidad de un Niño y todo lo que de bueno se ha aprendido desde entonces.

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