José Javier Amorós - PASAR EL RATO

Los Libros

La única tableta a la que se le tiene ley es a la de chocolate. Leer no es eso. Es como hacerlo con la cabeza en el congelador

Es arriesgado pasear estos días por el bulevar de Gran Capitán. El peligro durará hasta el próximo día 15, cuando se cierre la XXXV Feria del Libro Antiguo y de Ocasión. Mientras, el aire se irá contaminando de las palabras nuevas que sueltan los libros viejos de las casetas, como una pelusilla primaveral que se enreda en las neuronas. Los alérgicos al pensamiento harán bien en buscar cobijo en Internet y el teléfono móvil, que son antihistamínicos.

Todavía es tiempo de terrazas en Córdoba. Qué glorioso que estará el vino al sol tibio del paseo, rodeado de metáforas. Ni siquiera los imperturbables cajeros automáticos pueden considerarse a salvo, y no es improbable que cuando vayamos a sacar dinero para un paraguas, junto con el euro miedoso salga un endecasílabo de Garcilaso. Otro motivo para reclamar al banco.

Esta Córdoba nuestra, cercana y acompañada, tiene todas las tabernas que hay que tener, quizá algunas más, y tiene librerías, no una sola, como pretende maliciosamente la leyenda. Ahora mismo hay en Córdoba catorce librerías transeúntes en el bulevar, a las que se suman las fijas, que nos dan de leer durante todo el año. El problema no está en la falta de librerías, sino en la falta de lectores.

No he visto muchos estudiantes por las casetas, será que no hemos coincidido. Pocos, sí. ¿Les habrán enseñado a leer sus profesores? A leer buenos libros se aprende por contagio, por amor, no por imposición. No es lo mismo la formación personal que el sistema educativo. La formación personal no termina nunca y por eso no hay que dejar nunca de leer; y llevarse algunos libros al más allá, para amenizar el viaje y porque en la eternidad habrá mucho tiempo libre.

El libro, de papel. Sólo con él puede mantenerse una relación estable, de pareja antigua, con su delicada sensualidad. Pocas experiencias más emocionantes que pasar la mano por el lomo de un libro viejo, acariciar sus páginas, deslizar amorosamente los dedos sobre las letras, para ir absorbiendo las palabras por las yemas. En el libro se entra, se entra por la vista, por el olfato, por el tacto, y al buen libro le damos un buen refugio en nuestra alma. Y se queda ahí para siempre. La tableta, o como se le diga a ese moderno congelador de libros -la única tableta que tiene interés para uno es la tableta de chocolate-, es otra cosa, es como leer con la cabeza metida en el frigorífico. No hay trato, hecho de tacto cálido y de paisaje. Al libro, como al gato, le gusta el regazo, decía Umbral, que tenía de los dos, libros y gatos. Muchos más libros que gatos, claro, al contrario que Artur Mas.

«Se ha de trabajar, escribió Baudelaire en ‘Mi corazón al desnudo’, porque, bien comprobado todo, es menos aburrido que divertirse”» Por la misma razón hay que leer, incluso con la cabeza en la nevera, porque es menos triste que intercambiar mensajes telefónicos mutilados con la muchacha que se sienta a nuestro lado en el autobús.

Somos esencialmente lenguaje y el lenguaje es la medida de todas las asignaturas. Sin una posesión solvente del idioma, no puede haber conocimiento. Por eso hay que leer.

Cuando ya es demasiado tarde, descubrimos que hay que leer los libros que a uno le gustaría escribir, y hay que escribir los libros que a uno le gustaría leer.

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