Rafael Ruiz - CRÓNICAS DE PEGOLAND
Libertad de expresión
No, esto no tiene que ver con lo que se dice sino con la responsabilidad que contrae quien lo dice
ESTOY tan a favor de la libertad de expresión que, la pobre, me da de comer. De hecho, creo que nadie debe verse en problemas penales por decir lo que le parezca por muy inconveniente que nos pueda parecer. No, no estoy de acuerdo con que los muchachos de los muñecos pasen ni un minuto en la cárcel ni que se le buscan las vueltas al último intrépido del humor negro. Contra la inconveniencia de lo que se escucha o se lee, siempre hay una opción: darse media vuelta, dejar al notas con la palabra en la boca, fumarse un cigarrito o acercarse al abrevadero favorito, donde uno se siente como en la patria.
Eso no quiere decir que tenga por un auténtico imbécil al que, por colocarse la medalla, hiere a alguien con sus excesos cuando es de forma deliberada. Si yo hiciese un chiste aquí sobre una mujer maltratada, probablemente habría una víctima (o su hijo, o su madre) que me podría leer y, lo último que quiero, es darle un disgusto. La misma regla, entiendo, vale para la religión o para la sexualidad. Se trata, además, de un estándar cambiante. Hace años, nos partíamos de la risa con cosas que, hoy, no hacen gracia. Hay comentarios que se intentan evitar, temas que no se tocan si no es en esos márgenes de seguridad donde hablamos con franqueza sin temor a que a alguien le duela. Donde cada uno coloque la raya es cosa suya. La libertad termina cuando a uno empiezan a considerarlo un gilipollas.
El día que el obispo de Córdoba dijo la majarada del "aquelarre químico" un grupo municipal del Ayuntamiento, Ganemos, pidió que se retractase públicamente. Monseñor Fernández era libre de decir lo que le pareciese oportuno pero el equipo de concejales entendió, en buena lógica, que no era procedente herir la sensibilidad de tantas parejas que han acudido a clínicas de fertilidad. Llevaban razón.
El día en que el concejal De los Ríos escribió la estupidez del jueguecito de palabras con ETA, un muy querido compañero, que vivió los años de plomo del País Vasco, comentó que la cosa no tenía ni puñetera gracia y que estaba dispuesto a explicarle al edil cómo había sido la vida en esas condiciones. En un barrio de Córdoba, hubo vecinos a los que le volaron, literalmente, el piso con el coche bomba que asesinó a un soldado. Es posible que ellos no le vean la gracieta a la rima consonante.
El obispo y De los Ríos podrían están asistidos por la misma libertad pero la realidad es que no es así. Todo aquel que tiene el privilegio de expresarse ante otros, y que lo escuchen, tiene dos responsabilidades. La primera es comportarse y la segunda no herir de forma gratuita. El prelado no dijo lo que dijo ni el concejal escribió lo que escribió para pasar desapercibidos. Lo hicieron porque así son más influyentes en sus respectivos gremios. Fíjense qué cosa más triste.