Cultura
Juan Cantabrana: La pintura de la luz, el color y la redención hecha en Córdoba
El artista rememora una vida repleta de experiencias cuando se cumplen 60 años de su ingreso en la Nueva Figuración
Hay una anécdota que define bien al pintor Juan Cantabrana (Córdoba, 1941) y de la que escribió hace unos años el autor prieguense Luis Mendoza Pantión . Sucedió en Madrid, en 1975. Visitaba Cantabrana en la Fundación Juan March, junto al también pintor Ricardo Pecharromán , una exposición del artista Oscar Kokoschka . Los dos amigos iban mirando cuadros y el creador austriaco, mucho mayor que ellos, se les acercó cuando Cantabrana observaba con minuciosidad un retrato que le había hecho a la novelista Agatha Christie. «¿Le gusta su literatura?», preguntó Kokoschka. Cuestión a la que Cantabrana no tuvo tiempo ni de responder, pues Pecharromán, entre risas, dijo: «Anda ya, si a éste le gusta pintar, no tiene otra cosa en la cabeza». Así empezó la amistad entre Cantabrana y Kokotcha , que se extendió luego en varias tertulias. Pero más allá de ello la anécdota lo que refleja es la obsesión que el pintor cordobés ha tenido por su oficio. Una pasión entusiasta que aún mantiene, cuando está a punto de cumplir ya los ochenta años y se cumplen 60 de la formación en Madrid del grupo de la Nueva Figuración Española . También cuando se cumplen 45 de que comenzase a idear la que es su serie más asombrosa, dedicada al Nuevo Testamento, o 40 de su regreso a Córdoba.
Juan Cantabrana, que en realidad fue bautizado como Juan Manuel Sánchez de Puerta Cantabrana, habla de ello con voz serena. Sentado en un sillón de su estudio, que tiene en Ciudad Jardín y que comparte con su mujer, la pintora Carmen Polonio. Recuerda allí Cantabrana sus inicios, cuando, con 13 años, se apuntó a la escuela de Amadeo Ruiz Olmos, con el que aprendió a dibujar antes de inscribirse en la Escuela de Artes y Oficios . De aquellos años cuenta que en la familia de su madre, los Cantabrana, su decisión de dedicarse a la pintura se aceptó bien, más que nada porque su abuelo, de convicciones liberales, le apoyó; en cuanto a la familia paterna, los Sánchez de Puerta, reconoce que hubo reticencias, «pero cuando uno siente lo que yo sentía es muy difícil que nadie te pare», explica. Recuerda también con cariño de aquella adolescencia cordobesa el grupo pictórico que formó con amigos como Manuel Vela, Fernando Polo de Alfaro o Jofra y con los que andaba con los caballetes de aquí para allá por la ciudad, pintando siempre al natural.
«Éramos muy románticos, influidos por Zorrilla, e incluso nos íbamos al cementerio de noche, que ya hay que tener ganas», recuerda con humor.
Los inicios
Cuando no había cumplido aún la veintena, Cantabrana decidió poner rumbo a Madrid. Contó para ello con la ayuda de un tío carnal, que lo alojó en su casa. Allí acudió para tomar clases del célebre pintor onubense Daniel Vázquez Díaz , del que recuerda con una sonrisa no tanto sus enseñanzas sino su vehemencia y su tendencia a soltar palabras gruesas cuando hablaba de tal o cual artista que le disgustaba. Aunque acudió también a diferentes cursos en la Real Academia de San Fernando, no se decidió a cursar Bellas Artes de forma reglada, algo que muchos pintores de la época veían «prescindible».
«Si Dalí había llegado a lo que llegó sin eso, pues pensábamos que para qué», explica. «Yo lo que quería era pintar», sentencia. Y así lo hizo. Pintó y mucho cuando se enroló en las filas de la Nueva Figuración Española, a inicios de los 60, un movimiento que defendía la gran tradición figurativa pero con nuevas propuestas en cuanto al color y la luz. Aquellos jóvenes, unidos a los nuevos vientos del desarrollismo, se lanzaban con sus caballetes a las calles, a la Estación del Norte o al Retiro. «Nos obsesionaba la luz y nos movía la ilusión, el buscar los efectos de luz y sombra, hacer la obra, porque nos sentíamos como los fauvistas en París , como si hubiésemos descubierto la pólvora», explica Cantabrana.
También de esa época son sus viajes a la capital francesa, donde se relaciona con los postimpresionistas. Y sus primeras exposiciones relevantes, la primera de las cuales tuvo lugar en el Círculo de la Amistad de Córdoba, en 1966, y la segunda, del año 68, en la madrileña Galería Toisón, que regentaba el escritor Daniel Sueiro. Los años 70 comenzaron para Cantabrana, según rememora, con nuevas aventuras callejeras con la Nueva Figuración. Pero la vida le cambió al casarse y a tener su primera hija, lo que trajo nuevas responsabilidades. Se enroló, gracias a sus conocimientos sobre perspectivas, en la empresa Entrecanales y Távora y participó en la construcción del embalse madrileño de El Atazar. Allí estuvo cuatro años, aunque nunca dejó de pintar. De hecho, fue en esa década cuando, tras ver un cuadro muy sencillo en apariencia de Pierre Bonnard, encontró su propio camino, con un cambio de paleta hacia los azules y violetas , un encuentro con la luz celebratoria que ha sido ya su sello definitivo y que incluía el destierro para siempre del color negro. También cambió por esa época su firma a Juan Cantabrana, aconsejado por uno de sus amigos más exóticos, el rico heredero Nicolás Puch Hermés , y empezó a acariciar la idea de pintar una gran serie de cuatros bíblicos, una iniciativa que le vino a la mente mientras veía un filme de Alec Guiness, titulado «Un loco anda suelto».
«Trataba sobre un artista y aunque era una comedia, lo que no deja de ser curioso, me abrió la mente para abordar un tema tan serio como es la muerte y resurrección de Cristo», explica el autor. Precisamente fue esa serie la que lo devolvió a vivir en Córdoba, pues entendió que afrontar ese reto era imposible con la vida que llevaba en Madrid. «Yo necesitaba un convento y qué mejor convento que Córdoba», ironiza el pintor en su estudio. En su ciudad natal se asentó, dio clases y pintó y pintó durante décadas, siempre al natural, siempre pendiente de la luz, del color. Siempre cercano a la belleza, que considera irrenunciable. Desnudos, retratos, bodegones… Y esa gran serie bíblica, en la que aletea la recia fe de su madre, compuesta por 30 obras de gran formato, de la que mostró una primera entrega de 15 lienzos en los 90 y que ahora está a punto de concluir 45 años después de su inicio, lo que da cuenta de los maratoniano de este empeño. Su última exposición tuvo lugar en el Botánico, en 2018, y recuerda que la visitaron 3.000 personas a pesar de ser un emplazamiento lejano, solo entendible en una ciudad que acostumbra a marginar a sus pintores. «A Córdoba yo no creo deberle nada», explica Cantabrana, que ultima ahora una exposición sobre Paco de Lucía en Cajasur . Allí será el reencuentro del pintor con su público; no así con la pintura. Pintando se ve a sí mismo Cantabrana hasta el último de sus días.
El ingeniero Benet
Una de las etapas menos conocidas de la vida de Cantabrana son los cuatro años que pasó en Torrelaguna, en Madrid, mientras trabajaba como dibujante técnico en la construcción de la presa de El Atazar . Allí se desempeñó también como ingeniero el novelista Juan Benet, con el que Cantabrana jugaba al tenis, y allí conoció el pintor cordobés a algunos de los actores y cineastas que en esos años rodaban superproducciones de Samuel Bronston por la sierra de Madrid, como el alemán Klaus Kinski , al que recuerda entre risas como «buen compañero de cervezas», o al director italiano Roberto Rosselini . También evoca a otro vecino, el boxeador Paulino Uzcudún, ya retirado por entonces y que le contaba sus viejos combates con el gigante italiano Primo Carnera, con el que llegó a pelear con Benito Mussolini entre el público. Cuatro años en Torrelaguna que evoca con cariño.
Noticias relacionadas