Pasar el rato
Oficio de difuntos
Lo mejor de nuestros muertos persiste en el recuerdo
DOS de noviembre . Melancolía. Córdoba resucita a sus muertos. Vienen por las calles floridas de la memoria —un paisaje fugaz de crisantemos— y habitan en el recuerdo, como en una casa. Están muy jóvenes para su edad, más jóvenes que nosotros. Tal como eran, tal como éramos con ellos. Por ellos no ha pasado el tiempo en nuestro corazón, porque sólo el olvido es la muerte. Les dijimos al despedirlos: hasta que la muerte no nos separe. El tiempo ha ido tiñendo de amarillo la foto familiar, pero sus personajes viven en nosotros, sonrosados y sonrientes.
La ausencia embellece el pasado. Lo mejor de nuestros muertos persiste en el recuerdo. Lo peor se ha convertido en polvo, ceniza, nada. La muerte no es más que un breve instante de soledad, lo justo para cambiar de destino. Luego vuelve la compañía, hecha de recuerdos como vidas. La muerte hace culpables a los vivos, pensando en todo lo que debimos darles y no les dimos. Ignoramos que no podíamos hacer otra cosa que lo que hicimos. Dimos lo que teníamos en cada momento, que no era tan poco como nos parece ahora. El muerto lo sabe, y nos consuela él a nosotros. Tan mal no lo habremos hecho, si hemos amado tanto. La muerte mejora la imagen del muerto. Lo cura de la vida. N
o hay psicoterapia que pueda comparársele. «Él era un hombre cabal». «Se nos ha ido una gran mujer». Los defectos se quedan para los vivos. ¿Sucederá eso también en la vida eterna? Probablemente. Ya es bastante morir, para tener encima que soportar otras penalidades . Podría ser que Dios haya puesto la muerte como la gran expiación . Con ella se va por el desagüe de las lágrimas todo el mal que hicimos, y que no podremos repetir. Habrá excepciones para el mal absoluto. Aunque pensar en una eternidad con Pedro Sánchez y Pablo Iglesias es mucho más de lo que nuestros pecados merecen. Cuesta creer que algunos hombres hayan sido niños alguna vez. Quizá lo logren en el Paraíso, que es el hogar de la infancia eterna. Dios dirá, que es de pocas palabras. Los niños son lo único incomprensible de la muerte. Para que se lleve también a los niños no hay ningún argumento. Sus ojos en nuestra memoria, su risa, su llanto, sus juegos. En eso consiste el luto, exactamente. A un niño no puede mejorarlo el recuerdo, porque el niño ya era todo lo mejor que se puede ser. Su recuerdo nos empeora a nosotros.
El mismo Dios esperó a ser adulto para morir. Morir de niño es un contradiós. Nos consuela pensar, si es que de su muerte podemos consolarnos, que no ha cambiado de vida. Se ha limitado a continuar con su vida de niño en un jardín más amplio y más ameno, en compañía de todos los niños de la historia de la Humanidad . Es imposible que se aburra. A nosotros nos costará más que a él acostumbrarnos a la infancia después de la muerte. Si nuestros muertos viven en nosotros con tanta intensidad, ¿cómo no íbamos a creer en el encuentro definitivo? ¿Cómo no vamos a creer en Dios, si nos duele tanto imaginarlos vagando sin rumbo por la nada?
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