Perdonen las molestias
Un hombre en calma
Entrevisté a Juan Serrano hace siete años. Sus palabras cobran hoy una dimensión reveladora por su sabiduría
Era la segunda semana de enero de 2013. No recuerdo si la mañana se había levantado gélida o era un invierno apocado como los que frecuentan en los últimos años. Entré en su espacioso taller de objetos geométricos y me descerrajó una frase que no presagiaba nada bueno. «No me gustan las entrevistas» , me dijo sin un ápice de acritud. La música clásica flotaba entre el desorden creador mientras construía pequeños poliedros de cartón. Juan Serrano es arquitecto y artista, o viceversa, y eso se trasluce en la totalidad de su rectilínea obra.
Lo que son las cosas. A Juan Serrano no le gustaban las entrevistas y, sin embargo, me regaló un diamante puro en la hora y seis minutos en que estuvo encendida la grabadora. Apagó la música, dejó las figuritas de cartón en el tablero y salimos en dirección a la cafetería donde se sentaba cada mañana como un reloj. Tengo que decir que jugaba con ventaja. Conozco a Juan Serrano desde que tengo uso de razón . Por eso, quizás, se puso a tiro sin demasiados regates y se vació en una preciosa entrevista plagada de guiños a la vida y de sabiduría.
Recuerdo el día en que regresé de Marruecos para pasar la Navidad en casa. Nada más acabar la carrera de Filología Árabe, me instalé en Rabat desde octubre de 1987, donde me matriculé en la Universidad Mohamed V para perfeccionar una lengua invencible y bella a partes iguales. Mis padres me recogieron en Algeciras y nos desplazamos hasta Marbella, donde vivía el pintor Pepe Morales y su compañera Berta. Pepe y Berta organizaban unas fiestas apoteósicas, donde fluía la felicidad, la amistad y el tequila mexicano aliñado con sal marina y rodajas de limón ácido.
Fue al regresar camino de Córdoba al día siguiente cuando Juan Serrano espetó en el coche aquella reflexión como un bisturí afilado. Yo venía deslumbrado por el esplendor exótico del país magrebí, en cuyo universo arrebatador me sumergí sin anclajes. Entonces él dijo, con la serenidad que ha presidido su vida, que no veía belleza alguna en la pobreza . No digerí su sentencia hasta años después en la cafetería donde estábamos frente a frente.
Aquella frase encajó como una pieza en un rompecabezas cuando me contó que había tenido que vender la bandurria para matricularse en Veterinaria . «Yo quería desclasarme», soltó como un fardo pesado. Es decir: quería abandonar a todo correr la miseria de posguerra que se respiraba en su barrio de San Pedro y no existía en ese momento otro salvoconducto para huir que la prestigiosa carrera de Veterinaria. Aunque nunca trabajó en el mundo animal, hasta el punto de que «no sabía distinguir una vaca y un chivo».
Se le cruzó el arte. Gracias a su hermano Rafael y a Pepe Duarte , con quien emprendió un viaje iniciático a París para conocer al dios Picasso. Era 1954 y pisar Francia para un español era como encender la luz en medio de la oscuridad. Les recibió el marchante del genio malagueño en aquel despacho lujoso, que brillaba como el platino ante dos jovenzuelos desharrapados que se presentaron en alpargatas. Todo eso me regaló Juan mientras sorbía un café frío y media tostada de aceite de oliva siete años antes de que nos abandonara para siempre. Y anunció que estaba reformulando los viejos postulados racionalistas del Equipo 57 . «La inteligencia emocional es lo que nos puede salvar del cataclismo», me reveló.
-¿Sigues creyendo en el ser humano?
- ¿Hay otra alternativa?
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