ARISTÓTELES MORENO - PERDONEN LAS MOLESTIAS

Un hombre en África

Si hay un proyecto que merezca el esfuerzo municipal y la solidaridad común, ese es, desde luego, el de este hombre abnegado hasta el infinito

Hace seis años, monseñor Aguirre se sentó en una silla de madera frente nuestra. No portaba mitra ni exhibía báculo alguno. Calzaba sandalias de cuero negro y vestía una simple camisa a cuadros. Acababa de llegar del epicentro del dolor y la pobreza. También de la alegría. En África ha entregado los últimos 35 años de su vida. Cuando llegó con 26 años al corazón de la República Centroafricana para hacerse cargo de la Diócesis de Bangassou, un sacerdote se le acercó a la salida de la Iglesia y le dijo: «Allí, debajo del árbol, hay unas personas que quieren saludarlo. No tenga miedo ni sienta asco. Tienen lepra».

No todos los oficios arrancan con una prueba como aquella. Desde entonces, el continente negro lo ha transformado. Durante 200 días al año vive en una cabaña de paja y barro. Duerme sobre un camastro de ramas y se asea con agua de una cubeta. El teléfono más cercano se encuentra a 750 kilómetros de distancia a través de caminos de tierra y socavones que podrían sepultar a cualquier utilitario europeo. Su misión allí está donde se encuentren los más vulnerables. Los débiles entre los débiles. Ha recogido a las ancianas dementes, estigmatizadas como brujas y despreciadas por la comunidad. Ha dado de comer al hambriento y cobijo al desarrapado. Ha ayudado a curar a los enfermos y ha protegido a los miles de pacientes de sida, que en África aún alcanza categoría de plaga bíblica.

Monseñor ha visto a mucha gente morir a balazos y ha tenido que recoger la masa encefálica de un ser querido para evacuarla por el sumidero. Ha sido testigo de una violencia y deshumanización que cualquiera de ustedes no imaginaría. La República Centroafricana vive azotada por una guerra pertinaz que se está llevando todo por delante. En 2013, la Diócesis fue devastada por elementos armados que pulverizaron una obra puesta en pie con años de entrega. Desde la unidad de maternidad hasta pediatría. Todo fue arrasado. Y allí sigue. Desafiando a la muerte y abrazando a los desamparados en medio de la desolación.

Durante 50 minutos, quizás 60, desgranó en aquella entrevista una historia de horror. También de esperanza. Y lo hizo con un verbo sereno y transparente como un manantial de agua fresca. «La obligación de un sacerdote es lavar los pies de los pobres», proclamó. «Estar con los enfermos, sentarte con el que llora y hacer fácil la vida de la gente. Fuera de los pobres estás fuera del Evangelio».

Él se encuentra dentro. En el interior de la realidad de África. De las necesidades inaplazables de sus parroquianos, católicos o no, que viven al borde del abismo. Por eso, no se pierde en disquisiciones doctrinales sobre la conveniencia de según qué métodos anticonceptivos. «El 17% de la población está contaminada de sida», nos dijo en aquella entrevista premonitoria. «Esto es una masacre. Un genocidio silencioso. Cualquier método para evitar el contagio es de sentido común. Los misioneros no entramos en la polémica sino que vemos que nuestra gente se está muriendo. ¿Qué podemos hacer?».

En una imagen reciente, aparecía un camión con la puerta posterior abierta de par en par. Un remolino de chavales negros mostraban felices el cargamento de medicinas que acababa de llegar de España gracias, en cierta medida, a la subvención del Ayuntamiento de Córdoba. En una esquina de la fotografía, un señor barbudo con camiseta y bolso colgado al hombro apoyaba su mano sobre un chico que no superaba los diez años de edad. Era monseñor Aguirre.

Si hay algún proyecto que merezca el esfuerzo municipal y la solidaridad común, ese es, desde luego, el de este hombre abnegado hasta el infinito.

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