Luis Miranda - VERSO SUELTO

Gloria de lo efímero

La memoria que quedó de Manolete fue la del relato oral, la tragedia griega del que no puede sortear el destino

Manolete toreando al natural en agosto de 1939 ARCHIVO

¿Cómo se puede recordar a un hombre cuándo aquello que dejó en la memoria no está escrito, ni impreso con los pinceles en un lienzo, ni siquiera cuajado en la madera o el mármol? ¿Qué huella puede dejar quien vivió de unos cuantos momentos, de obras de arte que, si lo fueron, eran tan efímeras como un parpadeo? ¿Está destinado al olvido aquel cuyos hechos asombrosos y heroicos se podía perder quien se despistase aunque fuera para matar a una mosca? Cien años después de su nacimiento, vuelve a sonar por Córdoba , si es que alguna vez se olvidó, el nombre de Manolete , y otra vez en la letra impresa se da noticia de un toreo que parecía ser valiente por una convicción moral, estético por una razón filosófica, aunque no se pudiese formular, y serio por amor a su trabajo.

De él se conservarán, con suerte, algunas horas de metraje de faenas en España y México , siempre en blanco y negro, filmaciones a veces tomadas desde lugares lejanos, y hay que ponerles la intuición y la costumbre para adivinarles la grandeza. Hoy se pueden ver por internet, pero quienes nacieron por aquellos años, sin tiempo para haberlo visto torear, no necesitaban vídeos cuando les hablaban de Manolete. Como presa de un remordimiento voraz por tantos años de cebarse en los defectos - «Heredarás mis enemigos», le dijo a Dominguín -, por tanto tiempo levantando habladurías como si no pudiese soportar a quien ha sacado demasiado la cabeza de la tristeza general, Córdoba conservó su memoria en una mascarilla figurada de palabras que no precisó de apenas imágenes para transmitirse. La figura hierática , como presintiendo el monumento para el que parecía hecho; el gesto adusto, el capote que incluso su vuelo como de baile flamenco parece querer hacerlo en vertical, la muleta y la espada que buscan el ángulo de 90 grados con el suelo. El toro que pasa y roza la piel, los pies quietos como si para evocar una figura de danza o una pintura cubista le bastase con dirigir al bicho como el artista mueve los lápices en un rápido bosquejo.

La fama que quedó de Manolete en Córdoba, la ciudad que lo había despreciado y que lo lloró con las lágrimas del daño irreparable, fue esencialmente así: el relato oral que pasa en toda la pureza de un padre a un hijo, la historia contada, siempre con las mismas palabras, en la tranquilidad de una tertulia ante una copa de vino, la vieja crónica que en ABC narraba la historia de algún triunfo con el estupor en los ojos de quien tiene la esperanza de que dejándolo impreso la cabeza le haga el favor de guardar lo que ha visto. Qué pena que no quedara un Chaves Nogales para hacerle hablar.

Córdoba dio demasiado la espalda al hombre y se tuvo que conformar con adorar al mito, el del diestro que dominó la fiesta durante años, le dio una impronta nueva, creó unas formas que tendrían que sobrevivirle y mantenerse eternas, y al final murió por los pitones de un toro, como un héroe de tragedia griega que ni por conocer los designios del destino es capaz de sortearlo. Silencioso , disciplinado , asceta , sólo dispuesto a darse a quien sea capaz de escuchar en sus pocas palabras y siempre sin estridencias, con Manolete quizá empezó a morir aquella Córdoba seria y contenida como la proporción de sus edificios que todavía pervive en los cuadros misteriosos de Julio Romero de Torres . En 1956, con ese monumento pretencioso e inflado, ya había llegado el desastre.

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