Rafael Ruiz - CRÓNICAS DE PEGOLAND
GENTE LIBRE
Las calles siguen siendo nuestras. Para adorar la ciudad y para detestarla. Que no nos la arrebate el miedo
Debería estar escribiendo de Bruselas pero no sé exactamente qué decir, cosa que es nociva para quien le da a la tecla y se gana la vida con ello. El terror es lo suficientemente descriptivo en estas ocasiones para que se explique por sí mismo y el pueblo ya anda asustado en exceso como para que venga otro indocumentado a aportar carnaza. En estas ocasiones, toda condena, no por necesaria, acaba sonando hueca. Redundante a pesar de los que hacen añadidos estúpidos. Pues claro que estamos con nuestros vecinos, pues claro. Toda narración del miedo no deja de ser fruto del miedo mismo. Toda liturgia de la explicación plausible -nos lo merecíamos, etcétera- da mucho asco y vergüenza ajena. Como el que se emborracha en una fiesta antes de tiempo. Toda exaltación de las más bajas pasiones, de los sentimientos más execrables como esa xenofobia que se cuela por la ranura de la puerta europea que creíamos blindada, solo contribuye a poner más contentos a los bárbaros que, como en el poema de Kavafis, están aquí para quedarse mientras epatamos en el foro.
Razón por la cual que esta columna va de gente que orina en las puertas ajenas, de esas cosas chiquitas que nos siguen ocurriendo y a las que no cabe renunciar. Porque seguimos vivos y las calles son nuestras. Que no nos las arrebaten. Cuando la lluvia nos deja, salimos a pasearnos a cuerpo, que escribió Blas de Otero, en una liturgia que tiene que ver con ese «nosotros», colectivo, que toda ciudad -sobre todo, cuando es tan vieja- impregna.
Ahora, masivamente. En esta Semana Santa sin flores en los naranjos, sin olores que anuncian la alergia inmediata. En busca de esa enorme representación teatral que son las procesiones que han querido cargarse, por este orden, «el cardenal y el gobernador». La cita es del periodista Manuel Chaves Nogales (todos en pie), por si alguien quiere mirarlo, que dejó escrito para la posteridad esta enorme descripción del hecho sociológico andaluz que es la religiosidad popular organizada: «Siempre hay en el fondo de la cofradía, un poquito de anarcosindicalismo». Nunca el poder entendió nada de lo que no son sino lazos humanos, esfuerzo común, tiempo dedicado a esas cosas que cada uno aprecia como propias.
En esa libertad de acción colectiva, en ese poder que da la masa, es cuando la ciudad se disfruta y se padece a partes iguales. Se ama y se detesta casi de forma equitativa hasta el punto de querer salir corriendo . El que pasea y que el que es un guarro de marca mayor. Libertad para disfrutar y para hacerle la puñeta al vecino, divino tesoro. Del que hace suya la calle caminando sobre las alfombras de cáscaras de pipas. Del que considera a Córdoba lo suficientemente propia como para ponerla fina de sus jugos interiores faltando a la gran verdad: de casa se sale meado como el «Manneken pis».