Rafael Ángel Aguilar Sánchez - El norte del sur
Gamusinos
Hemos sucumbido. A los Pokémon. Orive no iba a ser menos que Central Park
El tipo que lo inventó tiene que estar flipando . Vale, que el jueguecito habrá salido de la factoría de un gigante de la tecnología, pero todos sabemos que estas cosas, al final, se las saca de la manga un joven cerebrito en el sótano de su casa, trabaje para quien trabaje, le venda el ingenio a quien se lo venda. Es que me lo estoy imaginando: allí derramado en una butaca de cuero viejo con un balón de fútbol americano entre las manos, con su Coca Cola fresquita, con su paquete de aspitos. Una televisión sin volumen en el extremo opuesto de la sala le da caña al flequillo amarillento y republicano de Trump, al discurso plagiado de su «barbie». Y de pronto se hace la luz, se consuma el prodigio, aparecen las musas del ciberespacio. Y se quedan. Vaya que si se quedan. «Lo tengo», masculla el programador adolescente. «Ya sé en qué os vais a entretener este verano, malditos, no vais a pegar ojo, os voy a volver locos. Otra vez» , añade entre dientes, satisfecho. Dicho y hecho. A las dos semanas media humanidad anda enfebrecida entre los arbustos de los parques, se da codazos en los caminos de tablas que separan la orilla de las dunas, abarrota las tiendas de móviles de las localidades costeras en busca de terminales sumergibles para rastrear el fondo marino a la caza de bichos en tres dimensiones , escala hasta las montañas más altas de la comarca para hacerse con el botín que aún nadie ha conquistado.
Reconozcámoslo. Hemos sucumbido. A los Pokémon . Un engendro virtual de esos se encarama en un árbol de Central Park y se colapsa el tráfico en la Gran Manzana. Y aquí no vamos a ser menos. En la noche del martes de esta tórrida semana que ahora acaba hubo una desbandada en los jardines de Orive : tres grupos de jóvenes que parecía que competían entre sí llegaron raudos desde puntos opuestos del parque hasta la zona de los columpios y empezaron a darle mamporrazos al aire. «Es mío», decía un chaval. «Que se me escapa», gritaba otro para salir despavorido hacia un banco: se puso de rodillas y se quedó inmóvil durante tres o cuatro minutos. «Éste ya no hay quien me quite», acertó a felicitarse en voz alta cuando se incorporó entre saltos de alegría y para desazón de sus compañeros. Más: este jueves a primera hora de la madrugada corría una brisa reparadora en el Balcón del Guadalquivir . Familias de los barrios cercanos o no tanto con sus mesas portátiles y neveras a la vera del río; muchachos con sus bicicletas nuevas, que para algo son para el verano; paseantes solitarios de medianoche. Y ellos; sí, ellos: esta legión de exploradores de la nada con el móvil por brújula haciendo polvo su tarifa de datos en busca de los parientes de Picachu , o como se escriba. «A saber qué estarán buscando, las criaturas», se decían las miradas de los paisanos de más edad. «Igual andan como locos a ver si dan con los cimientos del Palacio del Sur , con las llaves del C-4 , con el mostrador de facturación del avión de la Capitalidad o con la hoja de ruta que la alcaldesa se ha sacado ahora de la manga», intuían otros observadores. Y alguien por fin dio con la techa: «Gamusinos. Lo que están buscando son gamusinos» .