Cartas a Córdoba

Julio Romero en su patio jardín

Hay que entrar en él con el mismo recogimiento que a un santuario

Patio de la casa natal de los Romero de Torres ABC
Francisco Solano Márquez

Francisco Solano Márquez

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Querida Córdoba : Entré en la casa de los Romero de Torres , abierta días pasados fuera de concurso, para ver un año más su patio jardín, que me traslada a otra época. Al cruzar ante la puerta del Museo, imagino a Rafael, el hijo del pintor - Rafalito , como le llamaban cariñosamente-, que se emocionaba hasta las lágrimas cuando los grupos de turistas sudamericanos atravesaban el umbral canturreando ‘ La morena de mi copla ’, música de Carlos Castellano, que casi nadie sabe que nació en Montalbán. La entrada era entonces gratuita, porque los Romero de Torres Pellicer no querían comerciar con el recuerdo y el arte de su padre, al que veneraban casi como a un dios, y se sentían pagados con los elogios que los visitantes dedicaban a ‘La Chiquita piconera ’, por citar su cuadro más popular. Vivían con una austeridad franciscana rayana en la pobreza, y aun así su empeño era adquirir nuevas obras del pintor con las que engrosar los fondos del museo donado a la ciudad, a ti, Córdoba. ¡Qué desprendimiento, cuando podrían haber nadado en la riqueza con solo vender alguno de aquellos lienzos memorables!

Luego, cuando entro en la casa esos días de puerta abierta imagino saludar a la hija más pequeña del pintor, María, menuda y enlutada, con sus cejas repintadas , que un día me la enseñó como se enseña un relicario y comprobé que conservaba la atmósfera de cuando vivía el pintor, o así me lo imaginé. Me fascinaron entonces los platos antiguos de cerámica que tapizaban las paredes del comedor, y las figuras femeninas que decoran los vanos, resueltas con escuetos trazos nimbados de azulillo , como si el maestro las acabase de esbozar.

Ahora vuelvo al presente, traspaso el embrujo del portal, con el capitel califal sobre el fuste estriado, me dirijo al patio luminoso e imagino que está allí Julio pintando la « Pereza andaluza » con esos fogonazos impresionistas de luz, la misma que pervive en el jardín que ahora contemplo, en el que hay que entrar con el mismo recogimiento con que se entra a un santuario, pues poco ha cambiado aquel recinto mágico, al que hay que penetrar en silencio y dejarse cautivar por la magia que desprenden los viejos azulejos del zócalo, los plintos de arenisca amarilla, el fino empedrado que aún conserva las pisadas del pintor, los cítricos filtrando la luz, las estatuas decapitadas de mármol, los fustes sustentando macetas, las flores armoniosas, qué más da sus nombres. Al fondo, tras un breve porche resguardado por arco, se completa el milagro con el estudio recreado del pintor, que parece vivo junto a sus pinceles; tan vivo, que de pronto se aparece en un testero del patio, donde José María Palencia ha colocado una fotografía suya en blanco y negro. Qué magia, Córdoba, qué magia.

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