Pretérito Imperfecto

Lección magistral

La escuela es la única vacuna con eficacia demostrada para que la racionalidad del animal que llevamos dentro prevalezca, por muchas pandemias que hayan de venir

Un docente abre la ventana de una clase en un colegio de Córdoba Valerio Merino
Francisco Poyato

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Han cursado el océano y la tempestad de la pandemia en un barquito de papel. Y han llegado a la orilla sanos y salvos. Han remado con paciencia franciscana frente a varias oleadas; no sin temores, estridencias y presiones. En un ejercicio, inverosímil hoy, de disciplina, han cumplido lo dictado en el boletín oficial de turno y lo prometido con vocación y mucho sacrificio.

Mientras las tentaciones crecían extramuros, el ejercicio de lo aprendido seguía dando buen resultado, como cualquier ecuación de simple factura. La base de la buena educación, a fin de cuentas, de la vieja escuela, sin tinta ni sangre. Sentido común y responsabilidad.

Cuando en las mesas de las terrazas se agolpaban sin mascarillas , cada cual de su padre y de su madre, y al amparo de las mismas autoridades que cercaban hasta el bocadillo del recreo, en los pupitres la distancia de seguridad se medía al centímetro, los pequeños actuantes pasaban seis horas diarias con el tapabocas sin rechistar y al menor contacto sospechoso, la geometría se imponía como cortafuegos para evitar males mayores de puertas para afuera.

Cuestión distinta fue del exterior hacia el interior de las aulas, el camino más inseguro por el que el virus vulneró audazmente la burbuja de cifras y letras. Apenas una de cada diez clases de las miles y miles que, por ejemplo, hay en Córdoba notaron su presencia en los nueve meses que ha durado el curso más fatídico de cuantos hubo.

Aún recuerdo en los prolegómenos del inicio de curso cómo afloraban los gurús de la ciencia de Google, los politiquillos del regate corto, los enterados de ‘facebook’, las plataformas negacionistas y los/las/les incendiarios/as/es de los grupos de ‘whatsapp’..., y se multiplicaban los golpes de pecho de la paternidad efervescente exigiendo, con absoluta legitimidad, lo que a la vuelta de la esquina se pasaban por la entrepierna en todas sus vertientes de lo políticamente correcto. Humificadores que no reivindicaban en el bar de turno con el aforo interior a rebosar . Ventilación desmemoriada. Lavado de manos y distancias kilométricas como flores de ausencia en las terrazas, las tiendas y ni qué decir en esas celebraciones familiares dispensadas por el artículo 33 de toda obligación moral ante sus vástagos.

Los colegios han salvado, en parte, la honra ciudadana de una pandemia a la española . Quizás porque a la hora de centrarnos en los más pequeños de la pirámide, seamos capaces de dar lo mejor de nosotros a costa, ironías de la vida, de lo peor de sí mismos.

En una lección magistral de la enseñanza justo cuando más tocada se encuentra por la credibilidad del sistema y la erosión de sus pilares básicos, a costa del ensañamiento ideológico, es más evidente, cuando a todos los actores de la escena educativa les han dejado hacer, valiéndose de las herramientas justas, han demostrado con creces que la escuela es la única vacuna con eficacia demostrada para que la racionalidad del animal que llevamos dentro prevalezca por muchas epidemias que hayan de venir. Enhorabuena.

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