Pretérito imperfecto

El fontanero

Guerrero fue el gran relaciones públicas y comercial de la fábrica de clientelismo tejida por el régimen socialista

Francisco Javier Guerrero, durante el juicio de los ERE Manuel Gómez
Francisco Poyato

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Guerrero fue ese tipo de villano que acaba generando cierta simpatía sin que traspase la compasión hacia sus maldades, en este caso, ser una de las piezas claves en el gran caso de corrupción de una administración en este país: los ERE y la Junta de Andalucía del régimen socialista. Su don de gentes llegaba hasta los paseíllos de la sede judicial sevillana del Prado de San Sebastián donde el photo call esperaba a cada sesión de la instrucción por parte de la jueza Alaya . Era el único que saludaba con cierto agrado. El fuerte hedor de las cloacas del sistema fraudulento creado durante una década le pudo acabar atrofiando su fino olfato, pero sabía compensarlo cada tarde que podía al despachar sus asuntos en el bar de Nervión en Sevilla donde terminaba de calmar los fuegos sociolaborales y pagar los favores pendientes con una buena copa de balón y un «malboro», como le reconoció a la magistrada. Hay veces que un trato en estas circunstancias vale más que una mesa alargada de caoba con siete abogados y notarios. Allí acudían los intrusos, mediadores, paganos y reclamantes de la teta autonómica y que componían la colmena de expedientes irregulares que dilapidaron en mordidas millonarias los fondos del paro -ya se sabe que el paro no deja de ser un negocio en Andalucía- para esa sui generis estructura de paz social que Manuel Chaves y José Antonio Griñán asentaron para escarnio del presupuesto público y las reglas del juego.

Francisco Javier Guerrero era el «fontanero», en la dimensión semántica de esta palabra que ayuda a entender muchas claves en política. El taller de reparación de las grandes averías que surgían en las tripas del gran palacio del poder socialista, mientras la aristocracia hacía como que no se enteraba de lo que pasaba en sus adentros desde una simulada jerarquía de oídos callados y bocas sordas. Códigos suficientes para comunicarse en un entramado cuyo manto protector se extendía hasta donde se ponía el sol.

Desde su puesto como director general de Trabajo dispuso de casi 600 millones de euros durante una década para arreglar cañerías, tapar boquetes y canalizar el agua sucia por las alcantarillas del statu quo juntero. Era un dinero a demanda, sin control ni refajo, publicidad, mérito o análisis mínimo contable que lo sujetase en un papel. Y mira que el papel lo aguanta todo. Era Guerrero con su visera de cajero extendiendo ayudas y pólizas desde Huelva a Almería tal y como las peticiones se canalizaban por su negociado, designado para desempeñar el rol turbio pero tan necesario. Era el señor que cuidaba a los reptiles malolientos en el sótano y el que, a su vez, conocía al dedillo cómo fluía, realmente, el resto del edificio. La cúspide pronto se encargó de hacer el cortafuegos habitual -la teoría de los «cuatro golfos» - para eludir responsabilidades cuando el hedor empezó a cundir por la superficie desde que el hombre de El Pedroso, la cuna socialista de la Sierra Norte de Sevilla, empezó a tirar de la manta con el caso de Mercasevilla que destapó la famosa partida presupuestaria 31-L, la arqueta del caso ERE. Ahora bien, sabía a quién ponía al frente de la gran fábrica de clientelismo que fue tejiendo durante tantos años: a un magnífico relaciones públicas y comercial, amante del «dos por uno» que solucionaba hasta los problemas de casa con la suegra desamparada. Enternecedor.

Tras su deceso del pasado domingo, el Supremo no tendrá ya que pronunciarse sobre su recurso a la condena a siete años y once meses de prisión por sendos delitos de malversación y prevaricación de fondos públicos. A la tumba, probablemente, se lleva muchas verdades pendientes.

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