Pretérito imperfecto

Dependencia y desesperación

Hartos de presentar quejas sin que ni un desalmado les haga caso. No hay medios, no hay personal... y no hay vergüenza

Una persona dependiente con su cuidadora Valerio Merino
Francisco Poyato

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Primero fue el eslogan, luego el discurso mesiánico, la propaganda electoral, la ley que se queda coja, la financiación escasa , sumida en el pim-pam-pum de izquierdas y derechas y más tarde mutilada; los planes estratégicos para empezar a poner tiritas en la sangría... Y, al final, la bola de nieve, el laberinto del olvido, la falsa expectativa creada, el engaño real y la desesperación de miles y miles de familias que ven cómo pasan los meses sin que un puñetero recurso llegue para aliviar la lenta agonía de los dependientes, en su mayoría, personas mayores en un paupérrimo estado. Cuando no la muerte, sin que el maldito expediente se haya movido del sitio.

La ley de Dependencia fue una creación de Zapatero , un acierto político en el contexto de la socialdemocracia real con ciertos resultados iniciales esperanzadores, pero que como suele ocurrirle a la izquierda se le derrumba en la práctica porque lo suyo no es gestionar, sino vender humo. Claro que la derecha, a la que se le atribuye el oficio de arreglar los entuertos que va dejando su antagonista en este país, no tuvo otra cosa que coger la motosierra y amputar los brotes verdes de lo que muchos daban en llamar otra ‘conquista social’. Un mundo en el que los mayores dejaban de pasar sus últimos días en las casas, los hábitos de trabajo y el frenético ritmo de vida los apartaba de las preferencias y la calidad de vida y el aumento de la esperanza de vida se convertían en un caramelo envenenado. En ese contexto, hoy acuciado por una pandemia que ha devastado a tantos ancianos y por el agravamiento de ese patrón social, la dependencia y su gestión se han hecho aún más imprescindibles si cabe para ofrecer una vida decente a quienes no cuentan con suficientes recursos, pierden su autonomía, sus capacidades, su memoria o el mínimo respeto y cariño.

Resulta, pues, indecente, vergonzoso, infame, espeluznante, cruel y doloroso que, valga poner los números de Córdoba en la mesa, más de ocho mil personas lleven meses y meses y meses -en algunos casos hasta el triple del plazo legal fijado en ese ejercicio de literatura normativa llamado ley- esperando a que una llamada de teléfono les anuncie la buena nueva de una supuesta valoración sociosanitaria para engrosar otra lista de espera, la del apoyo que le toque en suerte para poder afrontar su empeoramiento, su deterioro y que a lo mejor algún día, cuando le llegue, no sirva absolutamente para nada porque el afectado o la afectada haya fallecido.

A todas las Redacciones de todos los periódicos llegan continuamente llamadas, cartas o correos electrónicos con historias que ponen los pelos de punta . Mujeres, en su gran mayoría, que ya no saben hacer más malabarismos para cuidar a sus padres, a sus tíos o a sus hijos y seguir viviendo. Hartos de presentar quejas y reclamaciones y que ni un desalmado les haga caso. No hay medios, no hay recursos, no hay personal... y no hay vergüenza.

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