Pretérito imperfecto
Córdoba, madre áspera
En cualquier parte del planeta, el título de ‘Hijo Adoptivo’ para El Cordobés hubiera sido cuestión de minutos
Córdoba tiene esa mala querencia de madre áspera que achica a sus grandes hijos con un cariño distante y austero. La contemporaneidad superficial arrincona los hechos y entierra las profundidades para quedarse con las etiquetas. No se reivindica lo que no se conoce. Los niños en la escuela optan por la celebridad virtual, fabricada a golpes de ‘likes’, antes que nadar en la abundancia de un océano histórico de mitos universales.
Cuando toca celebrar a Manolete, Julio Romero de Torres o el Gran Capitán asoman los recelos y el cordobés va a su encuentro midiendo los pasos y sin aspavientos. Como si ya le diera vergüenza. Y las generaciones que no han variado su templo de leyendas, y conocen la verdadera historia, prefieren el silencio amargo de la resignación y no la palabra contestataria. Las tabernas son ya catacumbas donde se rinde culto entre sombras . Y el trazo simbólico del pincel ‘romeriano’ queda para catálogos y subastas.
Cuando no, el reducido alarde militar es el solitario campo de batalla para quien fuera su gran capitán en los anales. No tardará el día en que uno de estos niños señale con su dedo adulto las estatuas que han de caer de las plazuelas primaverales que aún defienden el pasado.
En cualquier otra parte del planeta, la concesión de una distinción como la de ‘Hijo Adoptivo’ a Manuel Benítez ‘El Cordobés’ hubiera sido cuestión de minutos. Hasta en Las Vegas , donde hay una calle con su nombre, no se hubieran excusado en remilgos y trampantojos para maquillar el sectarismo.
Hace siete meses que llevan dándole vueltas en el Ayuntamiento de Córdoba a eso de darle en vida a Benítez -al que el pitón astifino de la parca le ha rozado no hace mucho- una distinción de sobrados méritos, empezando por quien ha llevado el gentilicio de esta ciudad por todo el mundo, convirtiéndose en uno de los personajes más trascendentes del siglo XX. Al que los jefes de Estado le ponían guardia pretoriana para que saliera del hotel o abrían las grandes puertas de la Casa Blanca para estrechar su mano.
No hubo discusión alguna en el hecho de que a Julio Anguita se le hiciera el mismo distingo de manera extraordinaria. Algunos dirán que a ambos casos les separa el último viaje, obviando magnitudes y calibres.
Su meritaje rezuma rotundidad incontestable en la Tauromaquia, rey del escalafón, imbatible en el albero, admirado, fuera de él, hasta el extremo; convertido en icono artístico de escritores, pintores, cineastas o filósofos. ‘Quinto Califa del Toreo’ con el incienso de una alcaldesa comunista -transmutable- y un aparato socialista de callejón y misa que hoy lo desprecia con la peor estatura de la mediocridad. La misma que no hace mucho boicoteó a los toros en la ciudad descrita por Sánchez-Mejías como ‘Casa de los Toreros’ . Medalla de Oro de las Bellas Artes y una impronta y personalidad irrepetible, y sin medias tintas ni medida.
A decir verdad, su universalidad pasea sobre las turbias aguas de afectos impostados.