José Javier Amoros - PASAR EL RATO
Francisco Martín Salcines
Con un lápiz bien afilado y un cerebro poco común, Francisco Martín Salcines le quitó dramatismo a muchas vidas

Era cordobés y quería serlo. Cordobés por origen, pero también por elección, que es la forma genuina de ser. Él era más voluntad que azar. Nunca le preocupó si su ciudad reconocía lo que había hecho por ella, porque sabía que ella hizo mucho más por él: le dio el ser de la tierra. Córdoba iba con él a todas partes. Ahora lo acompaña en la eternidad.
Yo no digo que aquélla no fuera su hora. Eso es cosa del Administrador de las horas de los hombres, con quien tenía una buena relación. Digo que, cuando murió Mari -que «movía el sol y las otras estrellas» para él-, el tiempo se le quedó pequeño a Francisco Martín Salcines . Desde entonces, vivió querido y acompañado: hijos, nietos, amigos. Pero su corazón estaba en otra parte. Ella había dejado vacío su sitio en la vida de él. Iba a buscarla y no estaba. Y sintió que se había quedado solo, en medio de tanta compañía. No se puede hablar de Paco sin hablar de Mari . Yo, al menos, no puedo. Fueron la historia de un gran amor. «Nada tengo sin ti, sólo una lenta / comunidad de sombra en la mirada». Un hombre y una mujer hechos de amor y tiempo. Cuando ella se fue, dejó el amor, pero se llevó el tiempo. Y él tuvo que irse ajustando, poco a poco, al tiempo de ella. Hasta que, el domingo antepasado, hizo el traslado definitivo.
Vivir era para él hacer. Se mantuvo ocupado hasta el final. Vivió atenido al criterio de Baudelaire sobre el trabajo: «Se ha de trabajar, porque, bien comprobado todo, es menos aburrido que divertirse». Cogía el lápiz, cuando se usaba el lápiz, delicadamente, como si fuera un pincel. Un lápiz afilado con pulcritud, casi con exageración, un lápiz para entrar a matar los números del balance, que nunca se estaban quietos. Hasta que los amansaba él. Tenía unas manos grandes y fuertes, bien cuidadas, que movía con elegancia y expresividad. Con las manos hablaba y pintaba. Y paraba, templaba y mandaba, hasta que las declaraciones de impuestos humillaban ante él sus negras perspectivas. Con un lápiz bien afilado y un cerebro poco común le quitó dramatismo a muchas vidas. Hoy, los números, tan inconmovibles, llevan por él una cenefa de luto, trazada a lápiz.
No éramos amigos, somos amigos. Me gusta hablar de mis muertos en presente, que es como los tengo conmigo. Últimamente había empezado a recrear la memoria, a revisar y clasificar viejos papeles, cosas de viejos, él, que nunca lo fue. La primera nómina, la carta aquella, una fotografía de rasgos dimitidos, ya ni en blanco ni en negro, los personajes tenía que sospecharlos… Un hombre tan del presente, mirando la vida hacia atrás. Cuando me lo contó, pensé que se estaba despidiendo. Pocos días después nos vimos en el tanatorio , en ese ambiente de hotel de congresos que son los tanatorios modernos: terrazas, grandes salones, butacas de piel, bebidas, golosinas, flores, música, luz. Todo es poco para nuestros muertos, que necesitan tan poco. Hablamos durante un rato. Lo noté serio y se lo dije. -No estoy serio, estoy concentrado. Preparo el examen final. Además, me está esperando Mari. Quedamos en volver a vernos. -Es mejor no poner fecha, Paco. -Sí, es mejor. -Podemos hablar de vez en cuando. -Pero no me llames por teléfono. Ya sabes que no me gusta el teléfono. -Entonces, te escribiré. Y en eso quedamos.