EL NORTE DEL SUR

De este agua (del grifo) sí beberé

La sociedad de la abundancia recurre a las cosas sencillas cuando ya ha arrasado con todo

Un caño de agua ARCHIVO
Rafael Aguilar

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ESTO se nos ha ido definitivamente de las manos. El amor por los alimentos, la preocupación por la dieta sana y equilibrada y el cuidado por los valores nutritivos de lo que nos llevamos a la boca han derivado de un modo irrecuperable en un esnobismo petulante que atenta en ocasiones contra el mismo sentido común. El último episodio lo hemos vivido en Córdoba esta misma semana, cuando se ha organizado con aparato propagandístico una cata dirigida de agua del grifo —sí, de agua del grifo— y en la que han participado nada más y nada menos que el jefe de cocina de Bodegas Campos y un catedrático de Nutrición de la Universidad con sede en la ciudad. Seguro que las propiedades del producto de primera necesidad que procesa y distribuye Emacsa, la joya de la Corona de las empresas municipales que preside la alcaldesa y no alguno de sus segundos como ocurre en el resto de las entidades dependientes del Ayuntamiento, merecen un estudio concienzudo y un plan de promoción que realce sus beneficios para el organismo de los humanos. Pero de ahí a convocar a los medios de comunicación para que sean testigos de una clase magistral de degustación de un vaso de agua hay un trecho por el que se nos ha extraviado una parte del raciocinio.

Es lo que tiene la sociedad de la abundancia, que cuando ya piensa que ha arrasado con todo acaba por fijarse en las cosas sencillas, en las de toda la vida, como si estas necesitaran una capa de artificio para seguir conservando su lugar en el mundo. El proceso degenerativo —o creativo, según quien cuente la película— es bien conocido a estas alturas: sucede, por ejemplo, que un buen día un cocinero decide que el flamenquín con patatas es una cosa atrasada, un plato heredado de los años del hambre y propio de las economías menesterosas y acaba por concluir que la típica ración, al menos con ese nombre y con ese aspecto tan de siempre, afea la carta del establecimiento; hacen el resto una renovación en la vajilla (fundamental que los platos sean de un tamaño considerable) y unos cuantos adjetivos bien puestos detrás del rollo de carne con jamón y pan rebozado.

Y al agua tenía que llegarle su hora, por increíble que pareciera. No sabe nadie hasta dónde pueden alcanzar las disquisiciones de los especialistas después de dejar que el líquido elemento tome la consistencia adecuada en el paladar y se espese por cada glándula gustativa. Todo en plan «tú no te has fijado cómo en este caso los dos átomos de hidrógeno tienen una textura que orilla a un segundo plano, bien presente pero segundo, al de oxígeno», a lo que otra eminencia añadiría: «Persiste, aunque ciertamente difuso, el poso metálico de la conducción que ha traído a nuestro objeto de estudio hasta este recipiente del que nos hemos servido. Elogio además que la cata se produzca a temperatura ambiente, que evita añadidos innecesarios que estorban a las sensaciones tan singulares que esta experiencia nos está reportando. Ahora, por cierto, necesito un trago de algo fuerte para resetear mi paladar».

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