VERSO SUELTO
Entre campanas
Con las iglesias fernandinas se abre una Córdoba más hermosa por no tener muchos ojos encima
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En tiempos de turistas, la ruta de las iglesias fernandinas que ahora empieza a promover el Cabildo Catedral de Córdoba es más bien una idea para viajeros sin prisa, para paseantes irredentos que saben que tienen que buscar mucho más allá de las postales y las recomendaciones de internet. De esos que cuando van a Venecia saben que hay una ciudad fascinante y serenísima mucho más allá de la incomensurable plaza de San Marcos, de los que se pierden en Roma sabiendo que en la iglesia que no figura en los mapas encontrarán bellezas insospechadas, de los que se asoman a cualquier pueblo de Castilla con la certeza de sorprenderse ante su paisaje de tierras amarillas e iglesias románicas .
Por segunda vez, tras una primera ruta que no dio los resultados que se esperaban, se intenta que los muchos visitantes de Córdoba conozcan una ciudad clásica y conservada , sobria y silenciosa como aquella leyenda que todavía no se ha terminado del todo, plena en bellezas que no se repelen con la Mezquita-Catedral de Córdoba , sino que la complementan y hacen que se conozca mejor a esa ciudad velada y algo esquiva, más hermosa precisamente por no tener muchos ojos ni muchas manos encima. Casi tanto como traspasar los umbrales de las iglesias merecerá la pena el paseo, porque siempre son catedrales de barrio, plazas cerradas y cubiertas donde se anotó el curso de la vida: el bautismo con que se recibía a los niños en la comunidad que luego tendría que transmitirle sus valores, el matrimonio con el que se pasaba a la edad adulta y se iba garantizando la superviviencia del grupo y al final la despedida, tantísimas veces en la misma iglesia en que se habían recibido todos los sacramentos. Y eso es lo que espera en ese paseo: conocer la capilla de los Santos Mártires de Córdoba , allí donde la memoria de tantos siglos se encierra en yeserías barrocas y plata exquisita, y perderse por calles estrechas hasta guiarse por la torre de San Andrés y oler los guisos a través de las ventanas de las casas encaladas. Desde ahí quizás a San Lorenzo , con el rosetón guiando como una estrella polar y la puerta siempre abierta en la que se insinúan las pinturas góticas, y luego escoger entre Puerta Nueva , donde se abre todo un museo con obras de Valdés Leal que para muchos estaba oculto, o San Agustín, siempre abierta a su plaza y con una ofrenda permanente de ornamentación manierista a la inagotable Virgen de las Angustias . Para quien no conozca Córdoba sería la ocasión para llevar en el teléfono un GPS caprichoso y sapiente que llevase a los pacientes andariegos por calles estrechas y poco conocidas, siempre de nombres eufónicos, y al buscar San Pablo con sus aires de crucero gigante varado en el tiempo, detenerse quizá en la clausura casi cladestina de Santa Marta , y bajar luego a San Francisco callejeando por Huerto de San Pedro el Real y al entrar dejarse envolver en su atmósfera barroca y perfecta en su desmesura.
Si esas iglesias siguen vivas y abiertas y hasta los conventos recónditos tienen sus fieles es precisamente por las calles que llevan a ellos y por esa Córdoba que persiste en mantenerlo todo vivo: los mercados y las tiendas pequeñas, las tabernas en las que comentar la vida y las casas que cambian de manos y se guardan algo de los que vivieron antes. Ojalá todos entendieran que el lujo de esa Córdoba de las iglesias fernandinas que ahora se abre se puede resumir en la vida que se rige por la orientación y el tañido de las campanas.