Opinión

Ellos

Ellos, que en la soledad de estos días sufren más por los que no pueden acompañarles que por lo que les tenga que venir

Una persona mayor, con mascarilla, en el hospital Reina Sofía de Córdoba Valerio Merino
Francisco Poyato

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Nuestros más mayores tienen un máster en confinamiento y la piel curtida en sacrificio. Aquellos hijos de la posguerra saben bien de qué va esto. Una cuarentena de banda ancha y horario comercial es un paraíso para lo que sus recuerdos en blanco y negro le vuelven a poner en su despistado presente. Y pese a esa entereza, a ese sosiego que transmiten cuando hablas con ellos por teléfono —como siempre, porque siempre te calman y te animan, aunque la procesión vaya por dentro—, ese ejemplo, se han convertido en las víctimas más frágiles de esta fiereza biológica. El setenta por ciento de las personas ingresadas en una UCI en estos momentos en España por el virus baja la cuesta de los últimos años de su vida. Ellos y los que vinieron después soportaron con su trabajo un sistema sanitario que hoy se debate en sus horas críticas de resistencia al coronavirus . Mejor o peor, pero lucha con unos profesionales a los que nunca podremos agradecerles lo suficiente todo lo que en estas horas malditas están haciendo. Ellos nos dejaron las armas para pelear en una guerra distinta, en la que el enemigo sigue sin delimitarse y su avance es tan explosivo como voraz. Pero hoy, nuestros mayores, son el eslabón más vulnerable de la cadena en una sociedad que cada vez más se ha venido desprendiendo de ellos y que ya no tiene pausa para volverles la cara siquiera, mientras corre como pollos sin cabeza hacia ninguna parte.

Ellos , que nos han dado lo que hoy tenemos, son recibidos a pedradas cuando de urgencia han de ser evacuados de una residencia por un peligroso foco de contagio y realojados en otra población. Como los nuevos apestados . Ellos, que siempre han estado ahí, son los primeros en las listas negras de la discriminación cuando los medios no existen y las decisiones cruciales han de tomarse en un hospital. Un dantesco pasaje que no cabe en nuestra mente. Ellos reciben el doble castigo de ser los objetivos propicios de la enfermedad en sus circunstancias limitadas o en sus cuerpos achacosos. Ellos, que en la soledad de estos días sufren más por los que no pueden acompañarles que por lo que les tenga que venir a sí mismos. Ellos, que en unas tardes interminables, no hacen más que darles vueltas a la cabeza pensando en el trabajo que se ha perdido para sus hijos, sus yernos, sus nueras o sus nietos..., en la galopante crisis que se acerca; en que, probablemente, esta vez no van a poder estar para echar una de esas manos que no se olvidan, como ya ocurrió hace unos años, cuando hubo que acogerlos entre las cuatro paredes mismas en las que echaron los dientes. Confinados en el desconsuelo de verse impotentes, o en la tristeza de sentirse olvidados.

Ellos , que no pueden disfrutar ahora de la chiquillería que alimenta sus horas, de esa pesada pero querida rutina de la segunda crianza, porque no hay otra forma de sacar las casas adelante, hacen cuentas de que los siguientes en su urbanización, su bloque o su calle, pueden ser ellos mismos. Como una ruleta rusa , como una lotería letal en el que parecen llevar demasiados números y probabilidades sin haber querido comprar ninguna. Ellos, cabreados, indignados, temerosos, vehementes, resignados y sobrepasados por lo que oyen y ven... Ellos, ausentes ya en el laberinto de su memoria, en la inmensidad de un amplio salón de iguales, ante la sonrisa enmascarillada de unos ojos que le hablan y le aprietan las manos —otros héroes de esta batalla— y a los que atienden con gesto vago, nos necesitan más que nunca. Y los que ya no están y han tenido que marcharse solos, allá donde se encuentren, seguro que nos seguirán ayudando.

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