José Javier Amoros - Pasar el rato
La costumbre de la Navidad
La tradición de los buenos sentimientos llega con estas fiestas
Feliz Navidad, se desean los cordobeses por las calles. Se dirá que no es más que una costumbre. Como todo. Las buenas maneras son una costumbre. La felicidad es una costumbre . El amor es una costumbre. Y el odio. Los hábitos del corazón. La vida es una costumbre. Y la muerte, ya lo escribió en su último artículo el gran maestro César González-Ruano, «muchas veces la muerte puede consistir en ir perdiendo la costumbre de vivir». Por lo menos una vez al año, vamos teniendo la costumbre de los buenos sentimientos. Velas, luces, comidas, canciones, una alegría insistente y pegajosa, de la que nos desprenderemos con nostalgia después de Reyes. Y a ver si deja huella. Y cuánta. Acurrucado en el paisaje, mínimo y tierno, un Niño. ¿También Él es una costumbre? No nos viene mal la costumbre de Dios en la cuna, que nos mantiene en la costumbre de la infancia. La infancia no es una edad, es una costumbre del corazón. Los adultos mejores son los que han guardado amorosamente su infancia en el alma y la llevan consigo a todas partes. No les cogerá por sorpresa la vida eterna, porque habrán vivido instalados en ella, como los niños.
Ese Niño es una tregua en la guerra que durante el año mantenemos con el mundo y con nosotros mismos. Vamos a visitarlo a los belenes, como si fuera el recién nacido de una mujer de la familia. Y nos gustaría cogerlo en brazos y besarlo y cantarle una nana, como a un hijo o a un nieto. Llegar hasta Él tiene sus trámites. Hay que pasar por un papeleo de calles mal empedradas, casas modestas en las que anidan las cigüeñas, pastores con la ovejita lucera al hombro, pajes y Reyes Magos. Canta un gallo, a lo mejor el mismo que treinta y tres años después cantará para San Pedro, y que ahora hace prácticas de voz. Amanece y anochece en segundos, es un soplo la vida, sobre todo en los belenes, y la muchacha que lava en el río tiene la mirada perdida en los peces que beben por ver a Dios nacido. Después de sortear montes, valles, ovejas, leñadores, mercaderes, gallinas, un perro y una orquesta, llegamos hasta Él. Parece tan poquita cosa, entre tantas figuras engrandecidas por el arte… Y sin embargo, todas las cosas van a Él, acaban en Él, son un pretexto para llegar a Él.
Por poco corazón que quede en el pecho de un hombre, lo daría entero para proteger a un niño recién nacido. El cristianismo es una fe basada en la ternura . Y en más cosas, pero la ternura es el primero de todos los trámites, le parece a uno. Dios sabía lo que hacía cuando decidió empezar de Niño Jesús. No el Dios tronitonante y lejano del Antiguo Testamento — «la tierra tiembla, los montes se desgajan» —, ni el Dios trágico y misericordioso del Calvario — «perdona a mis verdugos, porque no saben lo que se hacen» —, que viene después. En el principio era un Niño.
Cuando llega diciembre, repintamos con un pincelito de parvulario nuestros mejores sentimientos, que se habían quedado descoloridos en el fondo del almario. El Niño Jesús tiene siempre en los belenes los ojos muy abiertos. «Como mira a los que son / la causa, por quien suspira, / con unos ojuelos mira / que penetra el corazón», le cantó Lope de Vega en un villancico. Desde pequeñito, vigila Él para que no caigamos nosotros en la tentación. Esa en la que caemos siempre.