ARISTÓTELES MORENO - PERDONEN LAS MOLESTIAS

Low cost

La semana pasada unos niñatos reventaron cinco macetones de Cruz Conde. Todavía estarán riéndose de su magna obra

¿Sabe usted qué cuesta desnucar cinco arbustos de la calle Cruz Conde? Yo se lo digo. Cero patatero. Puede usted pasarse esta misma noche con sus amigotes, arrancarlos de cuajo uno a uno y tiro por que me toca. Así. Sin anestesia. Porque usted lo vale. Despachurrar macetones es la monda lironda. Mucho mejor que comer altramuces en el cine de verano. Dónde va a parar. Ni aunque te lleves la fiambrerita con el picadillo de tomate de toda la vida.

Lo de ventilarse por la cara el mobiliario urbano es la caña de España. La muchachada se lo pasa de miedo destripando luminarias y mutilando setos. La semana pasada, ya decimos, unos niñatos (porque fueron unos niñatos) se marcaron un circuito completo en la calle más comercial de Córdoba. Con dos bemoles. Reventaron cinco tiestos y los dejaron esparcidos por el suelo como se abandona un cuerpo exánime. Solo y moribundo. Es la marca del machirulo. Del machaca encantado de haberse conocido.

Todavía estarán riéndose de su obra. De su magna obra canalla y miserable. De la estupenda noche de cine que pasaron entre animaladas y espasmos de testosterona. Sí. Testosterona. Porque lo de esta chusma fue un vahído de testosterona cutre. Un gatillazo hormonal. Nosotros, queridos contribuyentes, ponemos los impuestos; los jardineros podan la floresta; y los vándalos juegan al tiro pichón. Un día sí y otro también. Al fin y al cabo, la salvajada les sale muy arregladita de precio. De gañote. De gorra. De balde. Por la puta cara.

Antes de ayer fue el eslalon macarra de Cruz Conde y mañana organizarán una cacería de marquesinas. O de contenedores. O de estatuas. Qué más da. La cuestión es divertirse pulverizando el tobogán de los chiquillos, los bancos públicos, las farolas que nos alumbran, las papeleras del parque, el jazmín embaucador. La ciudad entera convertida en un campo de exterminio para entretenimiento de la jauría.

Estos niñatos, o sus primos hermanos, fueron quienes arrasaron hace años la luminaria del Parque de Miraflores y el Balcón del Guadalquivir. 285 focos de última generación. Que se dice pronto. Una semana después de que la ciudad celebrase por todo lo alto la inauguración de una de las conquistas urbanas más plausibles, aparecieron estas hienas nocturnas para cobrarse su presa. Hicieron un trabajo extraordinario. Todo hay que decirlo. Trituraron los reflectores con una profesionalidad admirable. Uno a uno. Con calculado desdén. Con una saña (y un oficio) poco habitual en otros gremios.

Quince años después, la obra de estos desalmados permanece intacta. Las terrazas inferiores del Parque de Miraflores y el Balcón del Guadalquivir viven en la negritud desde entonces. Por decreto de estos jovenzuelos, que campan a sus anchas y dictan las ordenanzas municipales a su santa bola. De manera que tenemos un parque menguado y un balcón sobre el río medio tuerto por obra y gracia de esta entrañable banda.

Después de desmantelar todo el sistema de alumbrado de nuestro edén del sur, los chicos se entretuvieron en extirpar de raíz la estatua recién colocada y sumergirla en la laguna artificial. No una vez. En varias ocasiones. Para hartarse de reír, suponemos. A usted previsiblemente le baste con un chiste y una cerveza fresca. A estos tártaros no. Necesitan descoyuntar macetones y reventar mobiliario urbano para sentir que siguen vivos. Después de todo, el desparrame les sale «low cost». Tirando por lo alto.

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