ARISTÓTELES MORENO - PERDONEN LAS MOLESTIAS

Cosmos

Estamos ante un dilema que pone en un lado de la balanza aire puro y sentido del equilibrio, y, en otro, crecimiento y puestos de trabajo

AHÍ tienen el planeta. Un amasijo de residuos urbanos, mares putrefactos, ríos exánimes y litorales ultrajados. La obra colosal de la evolución natural devastada en poco menos de un siglo. Con tenacidad, vigor y eficacia. No es fácil producir tanta destrucción en tan poco espacio de tiempo. Para lograr tan prodigiosos objetivos se requiere esfuerzo, dedicación y un crecimiento sostenido del producto interior bruto.

En Pekín, los viandantes pasean con mascarilla bajo un hongo negro como el futuro. Las ballenas de Nueva Zelanda encallan desnortadas en las playas del sur. Indonesia esquilma sus bosques milenarios a la velocidad de la luz. El continente de hielo se diluye en el Ártico como un terrón de azúcar en el café. Un archipiélago de plástico y despojos humanos surca los océanos sin ruta de navegación.

En la ecuación que contrapone rentabilidad y naturaleza, la naturaleza sucumbe de forma invariable. Permanente. Inapelable. De hecho, para que el primer factor de la ecuación prospere el segundo debe claudicar. El nuestro es un mundo que se sustancia en cifras. En cuotas de mercado. En empleo neto. En productividad. En desarrollo industrial. En balanza comercial. En plusvalías. Lo que no se expresa en magnitudes contables tiene muchas probabilidades de perecer.

La naturaleza es un valor indefenso. Su tasación radica precisamente en su capacidad de transformación en números. En toneladas de madera. En producción de acero. En facturación textil. En rendimiento energético. En creación de riqueza. En puestos de trabajo. En argumentario de campaña electoral. Desde ese punto de vista, la naturaleza por sí misma es una realidad abstracta. Reducida a materia poética. A recurso estilístico para versos endecasílabos o filósofos diletantes.

Por eso, la naturaleza no cuantificable en cifras es un valor débil. Vulnerable. Frágil como un castillo de papel. Que no soporta la primera embestida cuando se la enfrenta a argumentos medibles. Concretos. Tangibles. Económicos. En un lenguaje que todo hijo de vecino entiende. Como, por ejemplo, la productividad. El desarrollo industrial. La competitividad en términos de costes laborales. El beneficio neto. La generación de empleo.

Pongamos un ejemplo. En el Parque Natural del Cabo de Gata existen dos valores en conflicto. La naturaleza en estado salvaje; la desnudez de sus elementos puros; la belleza de su paisaje lunático. Y, de otro lado, la naturaleza como palanca de desarrollo económico. Sus habitantes nativos quieren vender su territorio indómito al primer promotor turístico que pase por allí. Liberarse de las restricciones medioambientales. Convertir en guarismos tanto esplendor improductivo. Y quienes defienden la poesía inútil del silencio y el mar deshabitado son un puñado de chiflados llegados desde todos los puntos de España en busca de luz.

Cosmos no es solamente el espacio infinito que se extiende más allá de la atmósfera. Es también el nombre de una cementera que tiene intereses concretos en un lugar concreto de nuestro casco urbano. Un dilema que pone en un lado de la balanza aire puro, ecología y sentido del equilibrio, y, en el otro, crecimiento económico, márgenes industriales y puestos de trabajo.

Contra los números no hay argumento posible. Siempre ganan las cifras. Porque el cerebro humano está diseñado para las magnitudes y no para lo abstracto. Para lo productivo y no para lo incuantificable. Aunque luego, al cabo de los años, todos los mandatarios del mundo certifiquen en París que estamos empujando al planeta por el despeñadero.

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