Coronavirus Córdoba
Reencuentros en residencias de ancianos | «Mamá, créeme, no he venido a verte porque no me dejaban»
ABC relata el regreso de las visitas de familiares en un geriátrico de Córdoba y otro de La Rambla
En Belalcázar hay un castillo y Bernarda Murillo Rodríguez lo recuerda bien. A veces. Otras no. Porque su memoria se espesa en las cosas inmediatas, en las voces cercanas que escucha de las personas que la cuidan a diario, en las ramas de los árboles vencidas por el viento furioso de junio que sopla a ratos en el exterior de la residencia María Auxiliadora , en el barrio de las Electromecánicas en la que vive a sus noventa años bien cumplidos. «Está muy bonito. Mira el niño, me está guiñando el ojo. Qué guapo que es». Bernarda observa a su bisnieto, sentado en un carrito al otro lado de la reja del jardín de la institución geriátrica, y que juega a matar moscas con una pistola de plástico. Su nieta, la madre del pequeño, ha podido venir a verla por primera vez después de dos meses y medio comunicándose con ella, al igual que el resto de sus familiares , a través del teléfono y de videollamadas .
Fotografías para despertar la memoria
«Mira, abuela, te voy a enseñar fotografías de nuestra casa. ¿A que era bonita?», dice la muchacha. La mujer anciana asiente, unas veces mira a la chica y otras veces no. Esas veces, las que no, la residente de María Auxiliadora baja los ojos hacia la mascarilla que le ha calado una empleada del centro antes de salir a la sala de recibo, y otras la pierde en un punto de infinito donde ha de habitar el olvido. «A ver, dime cuántos hijos tienes», le pregunta la nieta. «Cuatro, he tenido cuatro hijos», responde la nonagenaria con un tono de voz casi imperceptible. «No, abuela, no. Tienes dos. Dos, no cuatro. ¿Te acuerdas de Rafael ?».
«Sí, claro, de mi Rafa», replica la anciana, abrigada con una rebeca del color de la carne y con marcas moradas en la cara de una caída reciente. «Se cayó aquí, en la residencia. Esa ha sido su cruz, las caídas. Ella fue hasta hace poco una mujer muy activa, muy viva, muy trabajadora. No paraba. Había que verla en el pueblo, todo el día de aquí para allá. En la casa o donde fuera, donde hiciera falta. Hasta que se rompió la cadera. Y luego empezaron los problemas de memoria...», comenta otra familiar de Bernarda que ha asiste al encuentro desde el lado exterior de la reja del jardín de la residencia, pues las normas impiden que las visitas presenciales sean de más de un pariente o amigo.
El retorno de las rejas
La crisis del coronavirus y las estrictas reglas del confinamiento no solo han sacado a un país a la ventana y al balcón: también han rescatado al enrejado como una forma de comunicación, de encuentro no del todo permitido. Ahora que todo está pasando, Araceli Baena, una vecina de La Rambla , reconoce que no han sido pocas las veces en los dos últimos meses en los que se ha acercado a la calle a la que da la habitación de sus padres en la residencia Santo Cristo de los Remedios de La Rambla. «Ellos se asomaban por la reja, que está en alto, y yo me ponía al otro lado de la acera para poder verlos, aunque fuera poco, aunque fuera de lejos. No creo que haya hecho nada malo, ¿verdad?», se expresa la vecina de localidad de la Campiña Sur .
Martina de Santa Rosa Sánchez y Pedro Baena son los nombres de sus progenitores, que no han acabado de enterarse de qué es lo que les ha impedido poner un pie en la calle desde mediados de marzo y hasta hace sólo unos días: ella porque hace tiempo que no tiene la cabeza del todo en su sitio, él porque la ocupa en otras cosas. Lo resume su hija: «Mi padre tiene 76 años y mi madre 77, y él lleva en la residencia tres años mientras que ella cinco. Mi padre, que es quien conserva mejor sus facultades, es un hombre del campo de toda la vida, y estas cosas que nos han pasado y que nos tenido encerrados no las comprende bien por mucho que se lo expliques. Lo de mi madre es diferente: ha sufrido dos infartos cerebrales desde marzo, uno el día antes de que anunciaran el estado de alarma y otro cuando ya estábamos de lleno en él», relata Araceli, a ratos emocionada y a ratos dolida con la situación. «Lo que más te cuesta es tener que insistirles en que, si no te han visto, no ha sido porque tú no quisieras ir a visitarlos, sino porque las leyes lo impedía. Con la excepción de lo de la reja, claro», sonríe la mujer.
Pero la semana pasada amaneció un día en el que ya era posible que los familiares fueran a la residencia de Los Remedios. «Fue emocionante. Pudimos estar con nuestros padres en las calle, un rato al sol tomando un refresco. Fue emocionante. Y lacrimógeno, porque nunca habíamos estado tanto tiempo sin poder hablar, sin poder abrazarnos: nosotras, mi hermana y yo, vamos todos los días desde siempre a pasar un rato con ellos», confiesa Araceli.
Inquietud de víspera
Esa misma mañana, Francisco Ortiz se arregló como si fuera domingo. Abrió los ojos temprano, quizás antes de que el sol saliese, tal vez durmió intranquilo, como se duerme de mal en la víspera de una cita muy deseada pero demasiado tiempo postergada. Es día iba a estar cerca de su mujer, de Francisca Pérez. Ella eligió su terna con esmero: una blusa azul estampada con flores y un pantalón verde. Se puso colorete, se repasó los labios, se perfumí. Aunque sólo fuera a dar una vuelta por el barrio. «Sí, somos vecinos de las Electromecánicas , donde está justamente la residencia en la que vive mi marido desde hace unos meses, y esa cercanía no ha servido de nada en las largas semanas en las que no hemos podido venir a verlo», declara la esposa del interno en la institución geriátrica.
Visitador médico de toda la vida, el hombre, que media la década de los setenta, ha de desplazarse en una silla de ruedas y tiene un problema neurológico degenerativo. Mas hay cosas para las que no ha perdido la lucidez. Para llamar a las cosas por su nombre, por ejemplo. Ala pregunta de qué le ha parecido el confinamiento y de cómo lo ha vivido, el hombre replica con una sensatez apabullante: «Pues cómo lo voy a vivir. Pues muy mal. Como todo el mundo. Esto ha sido muy triste», razona. Tanto que no ha podido, por ejemplo, ver ni a su mujer ni a sus hijos, uno de ellos con plaza de facultativo en un hospital en el Norte de España .
«Han hablado con él por teléfono, pero lo de venir desde allí está imposible, y más siendo médicos como son tanto mi hijo como mi nuera», se extiende Francis, a quien le llega la hora siempre desagradable de la despedida. «Hasta mañana, mi Paco. Vengo otra vez en cuanto pueda. Verás como te van a poner tan guapo como te han vestido hoy». El hombre abre los ojos todo lo que dan de sí y el labio superior se le sale de los límites de la mascarilla cuando sonríe: levanta la mano derecha y le tira un beso a su esposa, que ya se marcha.
Ella es una de las familiares que se han acogido al nuevo régimen de visitas de la residencia desde el pasado 1 de junio, y que establece cuatro por la mañana y tres por la tarde con una duración máxima de treinta minutos, a ser posible en una zona descubierta y con la presencia de un solo pariente del interno. «Hasta ahora hemos funcionado bien con esta fórmula, en la que tenemos en cuenta, claro, todas las normas de distancia social y de higiene. La demanda de visitas de familiares fue muy fuerte durante los primeros días: aunque la cosa se ha relajado un poco y vienen más o menos los que venían antes del confinamiento», declara el director de la residencia María Auxiliadora, Rafael Criado.
La trinchera finita
A Manuela Gamero, que cumplirá 98 años este 3 de julio, la crisis del coronavirus le ha recordado la Guerra Civil , que ella vivió siendo una muchachita. «Mi madre tiene la cabeza mejor que yo», bromea, pero en serio, Leopoldo Moreno, su hijo. Esta semana que acaba ha podido verla por primera vez desde mediados de marzo. «Se me ha quedado una frase que ella ha repetido muchas veces cuando hemos hablado por teléfono o por videoconferencia : que el confinamiento era como la Guerra, cuando tenía que estar la familia entera en la casa sin salir con las puertas ‘trincadas’, eso es lo que decía ella, por miedo a lo que pudiera pasar», sostiene Leopoldo. Su progenitora que se desplaza con un andador a cuenta de una rotura de cadera, de deshace en halagos a las hermanas mercedarias, que son las responsables del cuidado de los ancianos de la residencia de Los Remedios de La Rambla .
«Ellas han sido quienes le han conectado una tableta durante el confinamiento para que pudiéramos vernos, y mi padre, la pobre, se quedaba maravillada, asombrada. Que cómo podíamos estar nosotros ahí dentro de ese aparato, decía la mujer», a la que es sencillo imaginársela desplazando el dedo por la pantalla líquida de la tableta . Quizás era el sentido del tacto el que buscaba de tanto echarlo de menos: hace unos días pudo acariciar de nuevo a su hijo Leopoldo y entonces comprobó que el enemigo se había rendido y que la guerra había terminado.
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