Coronavirus Córdoba

La campaña de recogida de la aceituna en Córdoba | Los aceituneros altivos gastan mascarilla

ABC comparte una mañana de labor con una cuadrilla de trabajadores del verdeo en Montilla en el inicio de una campaña marcada por el Covid-19

Dos jornaleros tiran de un fardo en la finca de Los Pavos, en la Cañada de Francia de Montilla VALERIO MERINO

Rafael A. Aguilar

«Brrrrrrrrrrrrr.... Brrrrrrrrrrrrr... Brrrrrrr». Con unas pinzas industriales colocadas en la vanguardia del tractor, el «vibro» atenaza y cimbrea el pie de uno de los 13.000 olivos del cortijo de Los Pavos , situado en el paraje de la Cañada de Francia , al sur del término municipal de Montilla .

El árbol de tronco retorcido acaba de cumplir su mayoría de edad. La simiente se la dio a la tierra callada Antonio López Pérez-Barquero , heredero de una dinastía de bodegueros y agricultores —es nieto del fundador de firma de la que da cuenta su segundo apellido compuesto— y desde hace unos meses presidente de la cooperativa La Aurora , una de las más fuertes de la zona junto a la de la Unión . «Fui yo quien planté este olivar nuevo, hace ahora dieciocho años», dice quien dirige cada temporada una producción de 400.000 kilos de uva y de 220.000 de aceituna .

«Luego tenemos otra finca de olivos viejos. Aquí en Los Pavos hay treinta hectáreas para el cultivo de la aceituna. Estamos empezando la recogida, la de la hojiblanca y la picuda, para la variedad de mesa, que es la que ahora más renta. Después empezaremos con la de molino. No paramos».

Antonio López Pérez-Barquero: «Estamos empezando la recogida de la hojiblanca y la picuda, para la variedad de mesa»

El campo es un patrón exigente que tiene sus ritmos y que a veces no conoce horarios. Antonio ha dormido poco: «A las once y media de la noche de ayer estaba cargando el último remolque. Cuando acabé en la finca me fui a Córdoba , donde sigo viviendo, y cuando me acosté eran más de una y media de la madrugada. Y a las cinco otra vez en planta, para estar aquí preparado cuando empieza el verdeo, entre las siete y las siete y media. Uno se acostumbra a descansar lo justo». Son las diez y media de la mañana y el dueño de la finca mira a la cuadrilla formada por un cuerpo de once trabajadores —dos de ellas mujeres— que está cerca de la pausa del bocadillo. «Distanciados, por favor. Ya sabéis, toda precaución es poca», insiste el empresario.

Si en la vendimia , donde las cepas se encuentran a metro y medio o dos una de otra, fue necesario extremar los protocolos de seguridad contra los contagios, la recogida de la aceituna ha permitido por su propia naturaleza que las prácticas del laboreo no hayan tenido que modificarse demasiado. «Usamos mascarillas en todo momento, eso sí, y el bote de gel siempre a mano, en el bolsillo del pantalón o en la guantera del coche. Pero ya ve que cada cual tiene un puesto fijo asignado y hay espacio entre unos y otros, los que más cerca pueden estar son los vareadores, pero aún entre ellos hay distancia», indica el propietario del cortijo, que durante el primer estado de alarma recorrió las calles de Córdoba con uno de sus vehículos agrícolas para desinfectar la ciudad dentro de un retén que coordinó la empresa municipal de saneamientos ( Sadeco ).

Dos vareadores golpean la copa de un árbol VALERIO MERINO

«Brrrrrrrrrrrrr.... Brrrrrrrrrrrrr... Brrrrrrr». El «vibro» se afana de nuevo con otro olivo y por un momento parece que lo va a arrancar de las entrañas de la tierra. Pero el árbol robusto aguanta el arreón de la máquina, sus ramas se agitan con una rapidez de vértigo y el fruto termina por rendirse a la fuerza a la que lo somete la potencia que aplica el tractorista. La maniobra precisa del auxilio de los peones, que varean enérgicos la copa hasta dejarla desnuda casi al completo: la ejecución manual y la mecánica se producen al mismo tiempo y dura solo unos segundos.

«Ponte arriba, que vamos a ‘arrejuntar’». Lo dice Jesús, un joven de Montemayor que se emplea en Las Albarizas —ésa es la marca comercial de la explotación de Antonio López Pérez-Barquero — cuando su explotación, que es mucho más modesta, aún está madurando o en reposo. «Tengo mis olivos propios. El trabajo en el campo es duro, son bastantes horas y por cada una te corren gotas de sudor por la frente. Pero es lo que hay. Cuando nos confinaron en abril y en mayo, nosotros no paramos en el laboreo : la gente tiene que comer todos los días, y nosotros somos importante por eso». Jesús se ajusta la mascarilla y le hace una señal al tractorista, no al del «vibro», que pone la máquina mirando a Poniente , sino al de la pala.

Prietos los fardos

«Engancha las tiras del fardo a los rulos. Que se queden prietas, niño, no vaya a ser que se salgan y la liamos», le pide el piloto del vehículo de labor a Jesús, que ajusta la malla de diez por doce metros cuajada de aceitunas a los soportes cilíndricos del tractor, que empiezan a arrastrar el fardo y su carga hasta que queda depositada al completo en la pala. «De aquí, la aceituna va otra máquina que la limpia y luego la montamos en el remolque limpio, y de ahí la pasamos al remolque grande para llevarla a última hora a la cooperativa La Aurora , que se encarga de mandarla a una fábrica de aderezo de aceituna que está en Sevilla », precisa el titular del cortijo de Los Pavos . «Cada fardo que se engancha a los rulos tiene 250 kilos de aceituna : sin esa máquina, que es de fabricación casera, se necesitarían tres o cuatro personas para echar las aceitunas en la pala, no una además del tractorista, y además el fardo no podría ser de 250 kilos, sino de bastante menos», completa.

La avanzadilla de la cuadrilla, que recolecta de media unos 15.000 kilos de aceituna por jornada, la forman dos mujeres: ellas se encargan de colocar las mallas a los pies de los olivos antes de que les llegue el turno al equipo de vareadores y al de los recolectores. Inmaculada tiene agujetas: es su segundo día en el tajo, al que la ha traído en gran parte la crisis del coronavirus . Vecina de La Rambla de unos treinta años, su sentido del tacto ha tenido que acomodarse a las circunstancias difíciles. Antes de la pandemia era florista, así que ha cambiado el delicado cuidado de las rosas o la atención a los centros de boda por la dureza de la tierra y por la piel áspera de la aceituna.

Inmaculada cerró su floristeria en La Rambla por la crisis y se estrena ahora en el verdeo

«Nunca me había planteado trabajar en el campo, la verdad, pero con las necesidades que tengo no me queda más remedio. Tenía en mi pueblo mi tienda propia de flores, que cerré el año pasado cuando me quedé embarazada pero con la idea de volver a abrir. Llegó el confinamiento y ya no me renta estar en la tienda. Así que aquí estoy, ganándome el pan», declara mientras ajusta uno de los fardos en la base de un árbol. «Este trabajo es exigente, la verdad, pero si te hace falta dinero te adaptas a todo. A las mujeres nos dan tareas más llevaderas, de menos fuerza, y lo agradecemos», indica quien ha madrugado más que el sol para estar en su puesto en el momento preciso en el que arranca el verdeo, que va desde las siete y media de la mañana a las cuatro de la tarde con las pausas del tentempié y del almuerzo , ocho horas de reloj que le reportan 65 euros al día a cada operario. Después, el regreso a casa, una ducha, el ocio breve, el descanso nocturno y vuelta a empezar.

Inmaculada, a la derecha, coloca la malla bajo los olivos junto a una compañera VALERIO MERINO

«Quizás en el transporte hasta la finca es donde más hemos tenido que extremar las medidas de seguridad para evitar al máximo los contagios por coronavirus: les pedimos a los empleados que si comparten coche viajen distanciados y sin que todos los asientos estén ocupados. Y en mi furgoneta , donde caben nueve, hemos limitados las plazas a siete», explica el dueños de la firma Las Albarizas.

La hora del desayuno

«Paramos. El desayuno . A los coches. Separados, por favor», se escucha. Los obreros dan de mano por un rato y se acomodan junto al exterior de sus vehículos. Pan , aceite , tomate . Un zumo . Yogures. Un trago de agua. «Hay que coger fuerzas», dice Inmaculada, a la que no le hace falta busca el cobijo de una sombra. La mañana es de sol pero no incómoda de calor. Antonio, el patrón, señala a los cerros cercanos, en concreto a uno al sur punteado por tres casitas. «Por allí está Nueva Carteya . Cuando esto está más bonito esa final de abril y a comienzos de mayo. Al atardecer, cuando la luz se templa, es precioso el contraste de los colores».

El dorado de los viñedos, el verde intenso del fruto del olivo , el marrón de la tierra generosa que a esas horas espera el resguardo y la protección de la noche íntima de silencios y y de reposo. «Cuando llega esa época y esa horas del día no me canso de mirar todo esto. Me quedo embobado», comenta Antonio López Pérez-Barquero , que le tiene alquilado el cortijo de Los Pavos a su familia, en concreto a sus padres y a sus tíos. «Nos dedicamos al cultivo de la viña sobre todo, y también tenemos olivar. Les hacemos, además, mucho trabajos a otras empresas, llevamos una semana o así y estamos hasta marzo. Todo nació con mi abuelo, Pérez-Barquero, que fue el fundador. Luego le vendieron la empresa a Rumasa , en 1973, a la que se la expropiaron, y ahora la tienen dos socios de Montilla ».

Transporte de la aceituna a un remolque VALERIO MERINO

Los herederos de la estirpe de bodegueros se enfrenta, como toda la sociedad, a un enemigo inesperado que es más peligroso, por desconocido, que el pedrisco , que la sequía o que los vaivenes de los ciclos económicos. «El coronavirus nos está desquiciando», reconoce Antonio, que como máximo responsable de la cooperativa La Aurora tiene noticia de los pedidos de clientes que no dejan de cancelarse ahora que la segunda ola ha irrumpido con toda su fuerza devastadora. «Después del primer estado de alarma , en junio o por ahí, todo remontó, las cosas empezaron a ir bien de nuevo... pero lo de ahora es una pena», se queja mientras toca la rama de un olivo. Habla de las «metidas» —o ramas— jóvenes que van a traer el fruto el próximo año, de los chupones que han de ser limpiados, talados, para que no monopolicen las corrientes de savia y echen a perder el olivo .

Con todo, se muestra confiado en que la situación mejorará, y llama a la tranquilidad de los consumidores . «Desde que recogemos la aceituna hasta que llega al cliente pasa tiempo, mucho a veces: la de mesa se echa en salmuera y ahí no sobrevive ningún virus. Y tampoco en el molino si es para hace aceite », remata.

El coronavirus es el «ramón» más inoportuno: otro sobrante de la aceituna

«Brrrrrrrrrrrrr.... Brrrrrrrrrrrrr... Brrrrrrr». El «vibro» no descansa, es como un obrero que no conoce la fatiga y solo quiere saber de más palmos de tierra en los que ganarse la vida con el sudor de su frente, con el desgaste de sus manos. «Llama al tractor de la pala.Que lo lleven adonde el ‘ ramón ’, que ya está lleno de aceitunas», indica el conductor del vehículo con los rulos instalados en su morro, justo donde se encuentra también la batea a rebosar de la flor madura del olivo.

El ‘ramón’ no es ningún miembro de la cuadrilla, sino el nombre por el que en la jerga del campo se conoce a la suciedad de la aceituna. Ramas secas que se cuelan en la malla oscura, terrones que penetran en la red por muy tupida que sea. El ‘ramón’ es lo que sobra, lo que no vale, lo que obstruye. Como el Covid-19 : el incómodo invitado a la inmemorial ceremonia de la recolección del olivar que no ha hecho más que empezar con la hojiblanca y con la picuda y que andando los días llegará a la marteña .

«Brrrrrrrrrrrrr.... Brrrrrrrrrrrrr... Brrrrrrr». El mismo centro de la Tierra es el que parece que tiembla cuando los jornaleros altivos están a pleno rendimiento, empeñados sin tregua a la tarea de sacarle el pan y el porvenir a las entrañas del árbol de cimientos poderosos.

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