Coronavirus Córdoba
ABC en la incineración de una víctima Covid | Del hospital al cementerio sin la cercanía del consuelo
Los funerarios y la familia del fallecido, interno en una residencia de ancianos, siguen unos protocolos muy ajustados
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LAS manías de cada uno: en los entierros y los funerales el ojo de quien observa tiende a fijarse en la ropa que llevan los deudos. El vestido elegido para asistir al último trámite sobre la Tierra de un familiar o de un amigo siempre dice muchas cosas. En la capilla del cementerio municipal de Nuestra Señora de la Fuensanta , en la carretera de Alcolea , llama la atención un joven con un uniforme de una empresa de mensajería. Como si lo hubieran llamado hace un rato con la triste noticia y hubiera dejado la faena aplazada con tal de acompañar a quien piensa que es importante que acompañe y de despedir a quien tiene que despedir.
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Está sentado en una de las bancas del sencillo templo en el que ocho hijos lloran a su padre, un hombre de 85 años que vivía en una residencia de ancianos de Córdoba . «Tenía sus achaques, pero estaba bien. Se puso malo de coronavirus esta misma semana. Se lo llevaron al Hospital Provincial y ha durado dos días. Nos parece increíble lo rápido que ha sido todo. Estas cosas nunca te las esperas». Lo dice Inmaculada, la menor de los vástagos de la víctima mortal de Covid-19 , una de las más de treinta que la enfermedad se ha cobrado en los últimos días en la provincia.
El breve oficio religioso acaba de finalizar. El día está nublado a ratos y hace frío. Huele a lluvia inminente. José, el empleado de al funeraria que ha transportado hasta el camposanto los restos mortales del fallecido, se ayuda de un peón de la empresa municipal de cementerios (Cecosam) para introducir el féretro en el vehículo fúnebre. «El Covid ha cambiado mucho nuestra manera de trabajar. Ahora todas las precauciones son pocas. Hay que tener mucho cuidado con todo. Con las distancias. Con los aforos. Con las desinfecciones de los materiales y de las salas. La suerte es que la gente que necesita nuestros servicios suele colaborar. Y lo agradecemos mucho, porque sabemos que además lo hacen en unas circunstancias muy difíciles para ellos», explica el trabajador, que al poco encabeza el cortejo hacia la sala de cremaciones del cementerio, situada justo a la entrada de la instalación. El trayecto ocupa apenas unos cientos de metros: los suficientes para que haya que extremar las medidas de precaución contra los contagios.
Cecosam exige a sus trabajadores que lleven EPI aunque la norma dice que no siempre es obligatorio
Pedro Ruiz, el gerente de Cecosam , observa la comitiva desde una de las aceras de la avenida principal del camposanto. «Nuestra experiencia es que la gente colabora. Entiende que hay cosas que ya no se pueden hacer. Al menos por el momento. Hay momentos delicados siempre, con todo. Como ahora: todos no pueden entrar a la sala para ser testigos de la incineración», comenta. Ruiz alza la vista y señala a los allegados que caminan en pequeños grupos diseminados detrás del vehículo que porta los restos mortales de su ser querido.
«Ahí no pueden estar más de quince, y tienen que guardar las distancias. Ahora, en la sala, estarán seis como máximo», añade. «Que ellos decidan», completa. Sucede que los miembros del cortejo doliente se pone de acuerdo sin apenas hablar para presenciar el capítulo final de la vida del padre, del abuelo.
Inmaculada, la hija menor de la víctima del Covid , es la que toma la iniciativa y reúne a cinco personas más: ellas son las que, guiadas por Pedro Ruiz, toman asiento, distanciadas, en una estancia pequeña en la que pronto se descorre una cortina oscura que deja ver lo que nadie quiere ver: la operación necesaria, tétrica, industrial y precisa que convierte un c uerpo humano , o lo que queda de él, en unos pocos centímetros cúbicos de cenizas. Son dos los trabajadores de Cecosam que la llevan a cabo. En silencio. Con un respeto por la muerte y por la aflicción de los testigos, que los observan al otro lado del cristal, que no ha dañado la conciencia de la rutina de su cometido laboral.
«Para nosotros es un trabajo, un número si me apura, pero para ellos es una persona querida que se va y a la que van a echar de menos toda la vida», comenta uno de los profesionales de la empresa municipal de cementerios mientras se ajusta el mono impermeable EPI , las dos mascarillas, los guantes y la visera de plástico. La caja del muerto está a medio metro de él. «Vamos», conmina a su compañero, que lo obedece. Quien lleva la voz cantante es Plácido Toledano, peón de Cecosam desde hace casi veinte años, que son los que vienen a hacer de que el Ayuntamiento creó la entidad pública.
«Empuja», dice el hombre. Los parientes del finado hacen un ademán de levantarse cuando ven que el féretro va a entrar en la caldera. El vídrio que los separa de la sala de operaciones deja pasar un quejido y se filtra una oración última. «Adiós», «Te querremos siempre», se acierta a escuchar.
A la estancia en la que se emplean Plácido y su compañero le llega una luz natural indirecta del patio en el que se encuentran apilados restos de lápidas, crucifijos rotos por el paso del tiempo, materiales de construcción necesarios para las obras menores en los nichos, bidones de agua y carretillas para el transporte de material. «Claaaaaaaán», hace el compuerta del horno cuando el ataúd ya está dentro y la maquinaria en marcha. Nada en este mundo sucede rápido del todo: la quema de los restos mortales dura dos horas y media, por lo que los familiares son citados esa misma tarde para que vuelvan al cementerio a recoger las cenizas.
Está próximo el mediodía y los deudos se llevan su llanto al coche y enfilan la antigua carretera de Madrid , la misma por la que al cabo de las horas regresarán a por el depósito de lo restos del anciano que ha caído por culpa del coronavirus. En entonces cuando entra en acción el plan de desinfección de las zonas en las que se ha desarrollado el funeral y la incineración.
Los operarios desinfectan la sala donde ha estado el fallecido y el camino que ha hecho desde la capilla
Cristóbal Martín es el encargado general de Cecosam , el cargo de más altura jerárquica de la empresa después del gerente y del que dependen cuatro capataces: «Un cuerpo muerto no transmite el coronavirus, y además desde que sale del hospital lleva ya un tratamiento especial para evitar que transmita la enfermedad: el peligro está en los familiares que lo acompañan al cementerio, porque algunos han estado con la persona que se ha ido en sus últimos días y a lo mejor se lo ha podido contagiar. Por eso lo limpiamos todo a fondo, a conciencia, cuando todo termina», indica.
Modesto, otro empleado de Cecosam , se ajusta una mochila llena de lejía a la espalda y se encamina a la sala de túmulos: se trata del lugar en el que son depositados los cadáveres cuando los trae la funeraria y mientras esperan su turno para la inhumación o la incineración. La desinfección no se ventila en un momento: Modesto aplica el aspersor a conciencia en las cámaras de frío que mantienen los cuerpos sin vida a la temperatura adecuada antes del responso y de la cremación. El profesional responde a una pregunta directa: ¿No le sigue dando un poco de repelús andar por aquí como si tal cosa? «Nunca estás aquí como si tal cosa, se lo aseguro. Pero es tu obligación, tu medio de ganarte la vida. Lo haces y punto. No hay que darle más vueltas», declara.
«A lo que no te habitúas es a la frialdad añadida del coronavirus : esto ha sido lo más duro que hemos vivido en los nueve años que llevo trabajando en la empresa. Nadie se espera que ocurra algo así», comenta cuando va a acabar la faena y se cruza con un compañero que ha pasado también líquido de desinfección a la avenida que separa la capilla de la sala de cremación. «Tomamos todas las medidas necesarias y más para asegurar la salud de nuestros trabajadores y de los parientes de los fallecidos : a veces nos pasamos de lo que dice la norma, que por ejemplo no obliga a que usar siempre trajes EPI pero nosotros sí que los llevamos siempre», puntualiza el gerente de Cecosam .
Si en una incineración es sencillo que los trabajadores del cementerio tengan poco contacto con los familiares y amigos de los muertos, es más complicado mantener las distancias durante la inhumación de un cadáver. «Te acostumbras, aunque sea incómodo», se expresa un sepulturero del cementerio de San Rafael embutido, a mitad de esta semana, en un traje de aislamiento mientras ve cómo se aproxima un coche fúnebre y unas diez personas que asisten a la ceremonia de la despedida. «Guardamos siempre dos metros de distancia con los familiares, eso y la mascarilla son las teclas para evitar los contagios en lo posible», resume su jefe, Cristóbal Martín, que cuando cada tarde hace el listado de los servicios del día siguiente anota y subraya la palabra « Covid » junto a los entierros que sean de víctimas del mal. «A primera hora los empleados reciben esa información y ya saben cómo actuar», completa.
Cuando el féretro llega al camposanto, quienes lo acompañan ya están más que entrenados en que el duelo al que se enfrentan es diferente: huérfano casi de afectos táctiles, despojado de abrazos y de besos, del consuelo de una caricia a tiempo. En esa preparación anterior a la visita al cementerio tiene mucho que ver Rosario Fernández, la Relaciones Públicas de Tanatorios de Córdoba . «Aunque atendemos a las familias con el mismo afecto y cercanía de siempre, nos vemos obligados a mantener la distancia de seguridad: a veces nos quedamos con ganas de poder acercarnos más a algunos familiares con los que terminas teniendo un trato más cercano, sobre todo cuando comparten detalles muy personales del fallecido y se emocionan contigo», reflexiona. Esas distancias cortas, las que ahora resultan imposibles, son necesarias para plantarle cara a la muerte.