Francisco J. Poyato - PRETÉRITO IMPERFECTO
Córdoba y los Toros
La Fiesta, esencia y escaparate, no va a sobrevivir esperando a que alguien venga a salvarla
La Fiesta de los Toros no va a sobrevivir esperando a que alguien venga a salvarla. Se agolpan los matices y son demasiados ya los síntomas de un tiempo nuevo en el que el mundo taurino está obligado a rearmarse por dentro y recomponerse con seriedad e inteligencia si quiere seguir valiéndose por sí mismo. No puede continuar prendido del sentimiento cainita que lo carcome. De una cabalgante miopía o de una vanidosa inercia sujeta a la soberbia de una verdad que ya no es irrefutable. Ha de depurar el oportunismo que lo habita. Bajar los humos de pelotazos y negocios florecientes tras el engaño y ajustarse a la medida y dimensión que sea necesaria en la vertiente económica, que es mucha y muy importante por su impacto laboral y generador de riqueza, como han hecho otras actividades. No le vale copiar el modelo futbolístico en el que las televisiones, otrora altavoces dignos de la Fiesta, manejan a los ídolos, los clubes y las competiciones como auténticos guionistas del espectáculo.
Aún así, la columna vertebral de la tauromaquia, su genética cultural, histórica, antropológica y sociológica, escondida como anda por voluntad política y propia de muchos taurinos, es la que más debe preocuparnos. Es un legado de siglos, el mejor palimpsesto de nuestra idiosincracia y españolidad. Donde mejor se asientan las virtudes y los defectos humanos. Tanto como sus dudas y certezas, pues su carga filosófica termina siendo el vértice crucial de su propia manifestación y armadura. No sé qué hubiera sido de los toros si hubiesen caído en las páginas de Shakespeare (lo intuyo), pero sí podemos degustar las que tantos nombres con letras de oro de la literatura universal nos han escrito con una verdad inusitada, hoy retorcida y solapada.
Con el mismo sistema educativo y emocional que se han acabado fabricando antiespañoles a diario en Cataluña, generamos a una velocidad de vértigo antitaurinos sin querer darnos cuenta. Con la misma orfandad de conocimiento y transmisión, de la experiencia visual o la primera toma de contacto con la que muchos nos asomamos a la tauromaquia una vez de la mano de un abuelo o de un padre o una madre, es con la que estamos cargando de razones a estos intolerantes que pretenden imponer una moral, una estética y un pensamiento único desde el insulto, la falta del respeto y la ignorancia. Mientras las Junta de Andalucía dice proteger a la Fiesta, la esconde de los colegios, donde ofrece el corpus ideológico apropiado para el sistema. Mientras los padres nos enrolamos en el bobalicón discurso de Walt Disney para evitar que nuestros hijos «sufran» ante la lidia de un toro, dejamos que pasen las horas muertas en un sillón matando humanos en su videojuego de cabecera. Lo que no se cuenta, no se explica, no se vive y no se enseña, sucumbe a la manipulación y el desapego. Cuando no al odio. Y en estas, la vulgaridad se cuela -como en tantas otras expresiones artísticas- como una especie de suero reponedor que mantiene vivo al tendido en sus maltrechas horas.
Ignacio Sánchez Mejías, una personalidad irrepetible en su haz expresivo y cultural, definió a Córdoba una vez como ese «refugio» último que tendría la Fiesta siempre frente a los antitaurinos, llegado el fatídico día. Como la «Casa de los Toreros» cuyas puertas y patio siempre estarían abiertas para disfrutar y sentir lo que la tauromaquia ha sido y es. Hoy, semejantes gruesas palabras deberían sonrojarnos al darnos cuenta de que seríamos incapaces de poner en pie ni una mínima parte de su contenido, de su trascendencia. Miremos por donde miremos, nuestra «Casa» es ruinosa y hace aguas por cualquier rincón. Le sobra fachada y le faltan pilares. No somos capaces de honrar el sitio que Córdoba tiene en la historia de la Tauromaquia, ni el que los toros guardan en la historia de esta ciudad milenaria, por muchos carteles con que empapelemos las tabernas o barnicemos sus barras de presunta sabiduría.