PASAR EL RATO

Córdoba para viejos

Los viejos necesitan a los niños para encontrar sentido a la muerte. Un niño es una respuesta

Un anciano sentado en un parque de Córdoba
José Javier Amorós

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El tiempo huye de los viejos y descubre que no tiene dónde acampar, porque no hay relevo. En Córdoba, según la poesía del Instituto Nacional de Estadística , se hacen más viejos que niños. No es que los trámites de la procreación ofrezcan especiales dificultades interpretativas o requieran estudios especializados o resulten desagradables. Lo que sucede es que falta voluntad, se ha perdido la afición.

Y por eso, en Córdoba, que es lo que nos importa, caminamos hacia un inmenso geriátrico. Leo un interesante reportaje de Rafael A. Aguilar, en este periódico, sobre la vejez, y siento deseos de rejuvenecer y volver a poblar la tierra. Podría decirse que la Córdoba contemporánea no se ha puesto todavía a parir . Sólo van quedando excombatientes de los siete pecados capitales. A según qué edad es mejor llegar con todo pecado. Dentro de no muchos años, los parvularios se reconvertirán en asilos, y los nonagenarios y las centenarias jugarán al corro de la patata y al tú la llevas. Será difícil distinguir a los usuarios de esos centros recreativos, porque el tiempo iguala mucho; y parafraseando el ingenio de Chesterton , mezclado con el cursi lenguaje municipal, podrían anunciarse como «contenedores de ocio para viejas de ambos sexos». Puigdemont no podrá evitar que, con los años, se le ponga cara de Marta Ferrusola.

El drama que refleja el estudio de Aguilar es que, dentro de quince años, en Córdoba sólo aumentará la población de más de setenta. Setenta años es el límite que fija la Biblia para la vida del hombre. En el Salmo 90 se dice que «setenta años alcanzan nuestros días, / tal vez ochenta si tenemos vigor». Considerando la antigüedad del texto, quizá no tengamos motivos para sentirnos tan orgullosos de los avances de la medicina. Nacen pocos niños, y un horizonte de viejos melancólicos se anuncia Guadalquivir arriba y Guadalquivir abajo.

Pero hay que tener mucho cuidado con las palabras y su uso despectivo. La vejez es la inacción. Y la inacción desemboca en la desesperanza. Nadie en sus cabales llamaría vieja a una mujer como Golda Meir , que a los 70 años, en el límite bíblico, fue elegida primera ministra de Israel. Ni tendría por viejo al político alemán Konrad Adenauer , que fue nombrado canciller de la República Federal con 73 años y se mantuvo en el cargo hasta unas semanas antes de cumplir los 88. O a Churchill y Gladstone , primeros ministros con más de 80 años. El gran maestro del piano Arthur Rubinstein ofreció a los 89 uno de sus mejores conciertos en el Carnegie Hall de Nueva York. H.G. Wells, el imaginativo escritor inglés, ahíto de fama literaria, se doctoró en Ciencias a los 78 años. Mi admirado Stanislavski, en el teatro; Picasso. Matisse o Chagall, en la pintura; Colette, Heidegger, Gide, Víctor Hugo , en las letras, fueron creadores longevos e infatigables. ¿A eso se le puede llamar vejez? Ser viejo es, simplemente, creer que ya no se está a tiempo.

Los viejos necesitan a los niños para encontrar sentido a la muerte. Un niño es una respuesta. Los niños enseñan a los viejos a reír, a jugar, a querer. Teniendo niños cerca se nota menos «el agravio de los años». Cuando lleva un niño de la mano, el viejo nota el calor de la infancia subiéndole por las venas. Vuelve al niño que fue, que pudo haber sido, que podría seguir siendo, si quisiera. Un niño con artrosis y cataratas, pero un niño que vuelve a reír, a jugar, a querer. A crear. Los niños, nuestros maestros. Nos estamos quedando sin maestros, ése es el problema.

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