Cartas a Córdoba
Confidencias a una dama otoñal
Si creyéramos, como antes, en los milagros, pediríamos a San Rafael que nos libre de la pandemia
Querida Córdoba : Aunque las nuevas tecnologías han sepultado el viejo hábito de escribir cartas quiero recobrar esa costumbre que, aunque pasada de moda, me permite dirigirme a ti con el lenguaje de los viejos amantes para exaltar tus bellezas y reprochar, ay, tus defectos. En este tramo final de octubre, en que la autoridad adelanta los relojes para que brille el sol una hora antes -que buena falta nos hace-, eres como una dama otoñal que se recrea en su belleza madura de milenios y nos contempla displicente desde sus altas torres, algunos con alma de alminar. Y es que las culturas se funden en tus piedras doradas y dejan una pátina de antiguos esplendores que nos hacen soñar con lo que fuimos.
Si creyéramos, como antaño, en los milagros le pediríamos a San Rafael , mañana que es su fiesta, que nos libre de la maldita pandemia, esta plaga diabólica que, como un ángel exterminador, hiela nuestras sonrisas de otro tiempo y las transforma en muecas de tristeza, al tiempo que nos encierra, sin sentencia, en cárceles de soledad no deseada y marca distancias a nuestros afectos hasta dinamitarlos. No te puedes imaginar, querida Córdoba, lo triste que es ver confinados en casa los juguetes de los nietos desde que no vienen a regalarnos, va ya para ocho meses, su sonrisa contagiosa ni esa inocencia suya que nos devuelve a la niñez. Vacío que no logra llenar una visita esporádica para vernos a distancia. Mientras, la vida sigue -muy aprisa en este tramo postrero- y es lo mismo que un río, por el que nunca pasa la misma agua. Lo mismo.
Una vez tuve el privilegio de conversar sin prisa, una tarde de tormenta atronadora, con Elie J. Nahmias , aquel judío culto y magnánimo que se enamoró de Córdoba una Nochebuena hasta el punto de comprarse una casa y restaurarla sin escatimar recursos, para vivir en ella algunas temporadas. De pronto, al relatarme que unos ladrones habían entrado en su palacio y le habían robado, se echó a llorar. Y aunque no se llevaron nada de valor, se sintió traicionado por su novia Córdoba, así me lo dijo, su nov ia. La primera determinación fue tapiar el postigo por donde habían entrado los ladrones, en la calle Horno del Cristo. Y así sigue.
Bueno, querida Córdoba, ¡tantas cosas tengo que contarte…! Todo se andará. Sin necesidad de llamar dos veces, el cartero fiel te traerá cada semana la misiva, en la que intentaré comentarte al oído, como susurro de amante, las cosas que te alegran pero también las que te entristecen, disculpa. Por ejemplo, te habrá entristecido que unos desalmados arranquen con violencia la cruz de hierro forjado -repuesta al fin, tras varias décadas desaparecida- que había vuelto a coronar la fuente del Bailío , uno de tus rincones mágicos. Qué maldad sin sentido. Pero no te preocupes, que el concejal Fuentes parece dispuesto a reponerla. Te entristecerá que malos hijos tuyos incendien contenedores de madrugada, amparados cobardemente en la noche, cuya reposición deberá pagar el Ayuntamiento, que somos todos, incluidos sus padres.
Pero no quiero dejarte con rictus de tristeza ni amargura, querida Córdoba, así que sursum corda, arriba los corazones. Me gusta perderme por tus barrios menestrales y sorprender tus patios ahora que han recobrado su silencio y recogimiento; sorprender tras la cancela el tenue aroma de los crisantemos con que agasajamos a quienes se fueron; enredarme en las columnas, ¿cuántas son?, de la Mezquita, ahora sin turistas apenas; acariciar el oído con los chorros sonoros de la Fuenseca, mientras el agua proyecta en la noche sombras temblorosas sobre cal…
Y ya que no son tiempos de milagros de San Rafael, o al menos no creemos en ellos, estimo que los San Rafaeles de los triunfos deberían ponerse mascarilla en su onomástica por solidaridad con sus paisanos sufrientes. Y contraviniendo la norma, permíteme, querida Córdoba, que me despida estampando un beso en tu mejilla de mármol y azahar.
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