Aristóteles Moreno
La ciudad sin niños
Las urbes de hoy son espacios hostiles y deshabitados de infancia. Por eso construimos reservas que recluyen a los menores
Para ir al colegio de nuestros días, teníamos que atravesar un descampado, dos vaquerías, un sendero de tierra, un campo de cardos y la carretera de Badajoz. Cuando se acercaba el verano, los cardos crecían por encima de nuestras cabezas y horadábamos laberintos de túneles. Nada más regresar del colegio, dejábamos la cartera en cualquier lado y salíamos a la calle con la pelota y las horas interminables por delante. Una de aquellas tierras baldías camino de la escuela se convirtió con los años en un campo de fútbol terrizo . Era el principio del fin. Poco después, todo aquel universo de tierra virgen y matojos, paraíso impagable de nuestra infancia, sucumbió al avance imparable del cemento.
Dice hoy Francesco Tonucci : « La ciudad es peligrosa porque no hay niños ». Si tomamos a los niños como indicador de la habitabilidad de un ecosistema urbano, la afirmación del pedagogo italiano cae por su propio peso. A la frase le podemos dar la vuelta y su sentido cobra más virtualidad si cabe: no hay niños porque la ciudad es peligrosa. En efecto. Una ciudad que expulsa a los niños (y a los ancianos) de sus calles es una ciudad fallida. O dicho de otro modo: un espacio hostil que fracasa en su principal propósito de constituirse en la unidad mínima de felicidad humana.
Los niños son el termómetro de la pureza relativa de la urbe , al modo en que la presencia de líquenes determina la calidad relativa del aire. Un bosque poblado de líquenes nos informa de un oxígeno libre de contaminación y de gérmenes nocivos para la vida. Una ciudad sin niños, consecuentemente, nos alerta de que estamos ante un entorno inhabitable y degradado, que hace inviable la existencia de los organismos más frágiles. Los niños (y los ancianos) son los organismos más vulnerables de una ciudad. Los primeros que se extinguen en esta carrera imparable del asfalto y el ladrillo. Hoy no hay niños en las calles porque las calles son territorio inhóspito bajo el imperio del coche y el urbanismo devorador. En términos darwinianos, diríamos que todo individuo que no es capaz de adaptarse a las leyes de la supervivencia urbana termina centrifugado a sus márgenes.
Desde ese prisma, la Ciudad de los Niños , ese refugio artificial de toboganes y puentes colgantes, no es solo signo de un fracaso urbano. Es también síntoma del envilecimiento del lenguaje. No hay manera más cínica de camuflar la realidad incontestable de que la ciudad de nuestros días se encuentra deshabitada de infancia . Es decir: a más Ciudad de los Niños, con mayúscula, menos ciudad de los niños, con minúscula. Y eso no es una buena noticia.
Hace apenas unas décadas, el 90 por ciento de los menores iban solos al colegio. Hoy esa proporción se ha reducido a poco más del 5 por ciento. Y los padres que lo hacen son tomados socialmente por desaprensivos. Tipos irresponsables que echan a sus hijos en brazos de los peligros cotidianos que nos acechan. De esta manera, a los niños se les hurta el aprendizaje de crecer en la calle , conocer sus límites, afrontar sus amenazas de cada día.
La Ciudad de los Niños del Parque Cruz Conde tiene un sobrenombre que describe con exactitud qué clase de mundo estamos construyendo. Un lugar para los pequeños. Que es como aceptar que la ciudad de hoy ya no es el universo que algún día también fue suyo.