Verso suelto
Cerrado por derribo
Abandonan las huellas de solares en los barrios antiguos y tampoco cuidan la ciudad nueva

La decisión de abandonarse se gesta en unos años, se toma en un segundo y puede durar décadas enteras, como si quien la adopta no sólo hubiera perdido las ganas de vivir, sino que quisiera mostrar a los demás la fealdad de su ruina, ... la agonía y caída de su fachada física. Se abandonan las personas que dejan de pelear contra las enfermedades o contra el deterioro de los años y se dejan las ciudades, cuando sus hijos desertan de cuidar el patrimonio que recibieron o no son capaces de distinguir qué es aquello que tendrían que mantener.
Abandonarse es una tentación humana cuando el sendero se llena de abrojos que dejan la piel marcada y apenas hay fuentes de agua clara en que refrescarse, y muchos menos miradores amenos con los que justificar qu e los pies se hayan llenado de ampollas . Se abandona el adulto deprimido en la rueda alienante de algunos trabajos, como si pensara que no merece la pena seguir para preparar informes abstrusos o vender lo que nadie quiere comprar; se llega a abandonar la madre que ve que sus hijos volaron del nido y no le quedan amigas con las que compartir el vacío de los días iguales, y se abandona el enfermo que sabe que su final estará tan cerca si descansa en casa como si se presta a hacer de laboratorio humano para que los médicos prueben nuevos tratamientos. Quizá sea cobarde, pero hay veces que la cabeza deja de motivar con paraísos y desafíos, y quien no tiene cuerpo para machacarse el bazo mientras corre o quien no es capaz de autosugestionarse con el yoga puede pensar que es el momento de pasar de pantalla o directamente de fundir a negro.
Llega el que se cansa de hablar solo, el que peina canas y se da cuenta de que con su edad hay quien ha hecho lo que él soñó cuanto tenía veinte, el que busca culpables de su fracaso y a lo mejor los hay, pero sabe que el principal es él mismo. Los que vienen de cerrar un negocio o darse de alta en la oficina del paro no es normal que crean en cursos para reciclarse ni conocerán aguas del Jordán de las que salgan transfigurados en hombres nuevos capaces de superar grandes retos ininteligibles escritos con gerundios en inglés.
Lo mismo pasa a las ciudades, que están formadas por personas. Algunos de sus habitantes tienen en sí la llama de la vitalidad y de la ilusión y las hacen hermosas: su patio es el más cuidado, la fachada luce y quien se asoma al zaguán les envidia la suerte de vivir en un rincón donde es díficil saber de qué espadaña o torre llegan las campanas que no despiertan, sino que acompasan el dulce sueño. Otros se cansan de ejercer porque les han hablado de formas de vida más modernas y dejan vacía una Córdoba bella. No sólo abandonan las huellas de solares en las feligresías antiguas, y allí campan las astutas ratas y la maleza que aparece para desmentir que toda la naturaleza es hermosa, sino que tampoco se preocupan de la que hicieron nueva. Si fueron capaces de quemar una tierra que era hermosa, por qué no iban a alfombrar la nueva con servilletas, paquetes de tabaco y latas de bebidas isotónicas. Se agradece que el Ayuntamiento haga planes de limpieza, pero esta Córdoba es desde hace demasiado un enfermo abatido por cuya vida no se teme, pero que no cambia de cara aunque de vez en cuando lo afeiten y peinen. Nadie sabe lo consolado y libre que está a veces quien cuelga un cartel de cerrado por derribo.
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