Pretérito Imperfecto

Las cenizas del olvido

A estas horas, algunas víctimas viajan por las autovías silenciosas en trailers que buscan un lugar donde no ser cenizas del olvido

Un camión con féretros procedentes de Madrid llega a Córdoba para ser incenerados Álvaro Carmona
Francisco Poyato

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Puede que un día las víctimas del coronavirus en España deban tener también memoria histórica. Hoy, a estas horas, algunas viajan por las autovía silenciosas agolpadas en trailers en busca de un buen lugar donde no convertirse en cenizas del olvido. A muchos kilómetros de donde sus familiares llenan de interrogantes y dolor su soledad confinada. Se despidieron de él o ella en la puerta de una ambulancia y ya no volvieron a verlos más. Tuvieron lejanas noticias por un móvil, alguna videollamada solidaria de un internista o enfermera y el mensaje que nunca quisieron escuchar. E incluso no sepan, siquiera, a estas alturas dónde están sus restos mortales, apenas indentificados con una hoja nominativa pegada en la madera. O cuándo llegarán a sus manos. Sin flores, sin fotografías, sin lágrimas secas, sin duelo, sin recuerdos, sin abrazos, sin absurdas palabras de consuelo...

A muchos kilómetros de ese desgarro, en lugares como Córdoba , por ejemplo, las imposibles exequias para estos cadáveres migrantes se reducen a un simple mecanismo fabril -necesario en la logística de esta crisis sanitaria y humana-, pero desprovisto de cualquier protocolo de emociones. Hoy, esas víctimas del Covid-19 reposan en el muro de la cruda estadística sin epitafios y hasta con una irónica lectura positiva que los que seguimos aquí queremos darles cuando el número baja o no sube en demasía para nuestra presunta calma. Hiere escuchar a la ministra portavoz del Gobierno avanzar una libertad condicional ciudadana para las postrimerías de abril cuando minutos antes el recuento maldito sentencia setecientos fallecimientos en una sola jornada. Setecientos muertos en un solitario día... «Ya está más cerca la luz al final del túnel», declara en bucle la oficialidad a la que algún día habrá que exigir sin fisuras las correspondientes responsabilidades. Parte de guerra en el mapa de la línea del frente. Mirar hacia delante y de soslayo para atrás.

Las personas se marchan un buen día y ya no regresan. Y en un mar de dudas, náufragos de certezas, pretendemos seguir a flote sin ni siquiera una maldita tabla a la que aferrarnos para no hundirnos en esa inmensidad agónica. Hay que fabricar un duelo virtual y repartir una pena entre cuatro paredes que apenas suspire a través de un balcón desde el que se escuchan a las ocho -la nueva hora lorquiana- aplausos con crespones negros, nos dicen los hechiceros de la mente inescrutable.

Morir solos, como vinimos al mundo. Hijos que añoran a padres mayores a los que hasta hace pocas fechas visitaban en una residencia donde intentaban vivir con dignidad sus últimos días. Hijos que no pudieron darles el último beso, aunque ya apenas se percataran de ellos. Hijos que intentaban recuperar el tiempo perdido y expiar la culpa contemporánea. Hijos que viven pegados a la túrmix informativa, al teléfono, sin saber muy bien si es mejor que suene o que siga callado en la mesa. Hijos que preparan su cuerpo y su mente para un adiós convertido en un trámite descrito en el BOE.

Faltan miles de muertos en el parte de guerra. Forenses, registradores y funerarias dan fe de una mortandad sin protocolo, que no ha pasado el test del virus, y que no dispone de banco estadístico al que agarrarse. Muertos parias de la pandemia oficial , probablemente fruto de la misma, pero sin reconocimiento. Algunos siguen viajando ahora mismo por las autovías del silencio en busca de un lugar donde no convertirse en cenizas del olvido.

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